Un día tras otro recibimos noticias sobre la pandemia, sobre las posibles vacunas para atajarla y las cifras de muertos. Escuchamos, leemos y vemos las actuaciones políticas de ciertos personajes oscuros al servicio de intereses que ni siquiera sabemos que existen, y somos testigos de batallas diarias de las que no nos enteramos.

Si queremos huir del estado del miedo y la desesperanza que nos quieren inculcar tenemos la opción de la bazofia televisiva: los programas donde las parejas van a ser infieles con premeditación y alevosía. Pura basura basada en el morbo de la especie humana por conocer la podredumbre de otros seres que son sus semejantes, y que en otras circunstancias tal vez pudieran sacar más luz de sus personas.

Y sin embargo existen cuestiones mucho más interesantes de las que muchos medios no se hacen eco, bien porque no interesan, bien porque no interesa que interesen. Poco se habla de las investigaciones médicas de vanguardia en otros aspectos que no son el coronavirus, ni de los tratamientos revolucionarios para curar cánceres, cegueras o parálisis. Ni de los estudios que permiten comprender mejor la guerra contra el Alzheimer o los procesos de envejecimiento celular para frenarlos y revertirlos en la medida de lo posible.

Tampoco suelen ocupar excesivos titulares en la prensa para el gran público los asuntos conservacionistas, y con esto me refiero a cuestiones auténticamente ecológicas, que no de los «ecolojetas», que también los hay y son quienes más daños terminan haciendo con su ignorancia a ese medio ambiente que dicen defender.

A mí, personalmente me interesa muchísimo conocer aspectos que antes me eran desconocidos sobre muchas especies animales y vegetales que tiempos atrás no sabía que existían. Me gusta saber con qué seres compartimos hábitat, y por ende, el planeta. Y me parece ese extremo mucho más interesante que los debates políticos o sentimentales prefabricados que nos ofrecen por doquier como si fueran algo realmente importante, cuando no lo son.

Del mismo modo quisiera reivindicar, una vez más la importancia de los inventores, uno de los colectivos maltratados (y son tantos… ) en este país en el que nos ha tocado vivir para bien y para mal. Cuántas mentes brillantes desperdiciadas por no existir una política que los estimule y los coordine para que su talento repercuta en beneficio de todos. Cuánta frustración deben sentir al idear y materializar algo realmente útil y comprobar cómo, lamentablemente el éxito de sus trabajos no se mide en función de a cuántas personas benefician si no en función de a qué empresas perjudican con sus ideas.

Créanme cuando digo que la economía, así como la política, si no por sí mismas, sí por la forma que tenemos de entenderlas, concebirlas y gestionarlas, son el auténtico freno para nuestro desarrollo como especie y como individuos.

Ni tienen la culpa la falta de talento, porque lo hay; ni la falta de tecnologías para crecer. La culpa la tienen los políticos y los economistas que supeditan ciencia y desarrollo al beneficio monetario. Y mientras esto no cambie, poco podemos hacer, amigos míos.

Feliz semana, y a más ver.

Álvaro Clavero