En estos tiempos en que cualquier cafre sin pizca de sentido común, ante micrófonos y cámaras, opina sobre lo «insoportable» de cualquier tema político (casi siempre nacionalista) y amenaza con la guerra como «solución», llevaría al sujeto ante un juez que le condenara por un delito de lesa estupidez irresponsable. Y como castigo y escarmiento le haría leer en jornadas de ocho horas la novela de Henri Barbusse que recibió el Premio Goncourt el funesto año de 1916, en plena I Guerra Mundial, la conflagración que «debía poner fin a todas las guerras»: «Le Feu» («El Fuego, diario de un pelotón de infantería»). El lugar de lectura sería una réplica de una trinchera de la cruel y devastadora guerra, fiel reproducción de las originales: como describe Barbusse, un lugar donde todo hedor, suciedad, peligro, horror, angustia, temor y desolación tienen su asiento, un lugar infernal con barro hasta las rodillas, bombardeos continuos, asaltos a la bayoneta, disparos de francotiradores, hambre, ratas, piojos, despojos humanos, histeria, estupidez de los mandos, corrupción de la elite militar, sin pertrechos, suministros, armamento y munición escasos y órdenes suicidas: todo el asco y la desesperación humanas en un espacio estrecho, interminable como una pesadilla, excavado en el barro a 1,50 m de altura, repleto de hombres desnutridos y feroces, luchando por la supervivencia como locos debatiéndose entre el ruido y la furia.

He leído «El fuego» de Henri Barbusse con el corazón en un puño. Y por esas coincidencias que Jung llamaba «sincronicidades» he leído en mis repasos diarios de prensa a varios, sí varios, individuos situados en el poder en diversos países, que proferían referencias irresponsables y necias sobre la «posibilidad» de entrar en una de las guerras que en muchas partes del mundo actual hacen antesala por la idiotez humana. Por favor, ustedes, los que detentan el poder, los que pueden tomar medidas, hagan una criba de semejantes botarates y enciérrenlos unos días en un escenario bélico como el que les he comentado. Que comprueben en persona lo que preconizan.

Alberto Díaz Rueda – LOGOI