La sanidad pública española ha pasado de los aplausos al duelo y del desaire al reto. Han empezado en Cataluña, siguiendo su honorable tradición de reivindicaciones legítimas profesionales (en los dos últimos años muy manipulada por los dos polos de intereses políticos, nacionalistas y nacionales). Médicos, enfermeras y profesionales de la gestión sanitaria han agradecido los aplausos, se han percatado una vez más de que todo quedaba en flores y gestos, lo que les ha provocado un duelo ante lo que debía ser y lo que sigue siendo y, desairados por menospreciados, han lanzado un reto a la política y a la sociedad española: un ultimátum en diez puntos que podría firmar el personal sanitario del resto del país. Y hablan de ultimátum porque nadie está seguro de que la pandemia se pueda controlar y las probabilidades de repunte son muy altas, aunque a nadie le guste pensar en ello. La realidad es muy obstinada.

El decálogo del mundo sanitario catalán es una buena hoja de ruta para articular una estrategia española que afronte los desafíos que tras años de incuria y recortes (desde 2008 y aumentados a partir de 2013), de privatizaciones y desvergüenza política, han creado en el antaño notable sistema de sanidad pública del país. Esa punta de ariete (qué placer volver a hablar de Cataluña con signos de admiración) perfora el mismísimo centro de la soberbia de tantos Gobiernos que se han sucedido en nuestro país, justamente en el momento adecuado: cuando todos estamos en deuda con un personal que se ha dejado la piel y en muchos casos la vida para salvar a españoles de uno y otro rincón del país, con escasez de equipos, camas y UCIS, personal, equipamientos y precariedad de medios básicos (para vergüenza de todos, carecían hasta de batas o mascarillas). Los aplausos y las loas están bien por su espontaneidad y agradecimiento. Pero si no van acompañados de medidas urgentes y contundentes de tipo económico y estructural resultan penosamente irónicos.

Este es un buen momento para, dejando al margen las diferencias de «ideas» y las broncas tabernarias de los políticos, todos los partidos se unieran al menos en un punto clave: dotar presupuestariamente con carácter de urgencia los fondos y medidas que el colectivo sanitario reclama. Y todo el mal llamado «poder civil», el de la ciudadanía, se irguiera en bloque como garante de que el poder político cumpla con su deber.

En Cataluña se pide una inversión estatal y constitucional de 5000 millones de euros en los próximos tres años, a contar desde ahora mismo, destinados a elevar los salarios de médicos, enfermeras y gestores a baremos europeos, dotar las infraestructuras y equipamientos sanitarios, adquirir tecnología de alto nivel, telemedicina e implementar directrices de salud digital. Y en el resto del país aplicar medidas semejantes y elevar el gasto sanitario del 8,9 del PIB actual al 11,3 que se destina a sanidad en Francia o Alemania.

Y también, como se ha demostrado sobradamente durante los momentos más críticos de la pandemia, hay que cambiar el modelo de gestión y organización sanitaria. Cuando todos los hospitales estaban rebasados por la inercia burocrática del sistema, el personal de base y los médicos que los dirigen se han auto gestionado saltándose «las normas» de un control operativo ineficaz y aplicando lo que la experiencia y el sentido común les hacía más eficaces dada la escasez de personal y medios. Y funcionó.

Quizá una reforma fiscal que grave las grandes fortunas y empresas multinacionales, o incluso un copago razonable en función de la renta y cierto control estatal de las empresas farmacéuticas y los precios de los medicamentos, podrían hacer viable un objetivo que tiene como base, simplemente, la vida humana puesta en jaque por una pandemia que aún sigue aquí y puede rebrotar en cualquier momento.

«Si esta vez no nos atienden, perderemos todos» dice el colectivo sanitario. Y respaldan sus palabras no sólo con el ejemplo que nos han dado, sino con el acuerdo transversal que se ha producido entre el personal sanitario, las sociedades científicas y las asociaciones profesionales. «La ocasión es única y no aceptar el reto tendría consecuencias desastrosas e imprevisibles… La salud de las personas es prioritaria. Es preciso un acuerdo de Estado para llevar a cabo las reformas necesarias». Y el decálogo cierra sus demandas y advertencias con una frase: «Sin salud no hay economía, ni futuro». Lapidario.

Alberto Díaz Rueda – Periodista y escritor