En este ecuador del mes de octubre, momento en el que la manta de sofá pasa a ser una compañera más de rutina, mi mente comienza a ordenar los recuerdos del pasado fin de semana en forma de diapositivas: un meme de Sánchez en el besamanos, el color de las flores de la virgen de Pilar o la catástrofe de Sant Llorenç. Pero, entre las lluvias torrenciales del temporal Leslie, mi memoria selectiva, esa que hace que recordemos lo que es más significativo para nosotros, trae a mi corteza prefrontal una imagen nítida; la de mi abuela montada en el remolque del tractor.

Contextualizo el asunto. Mi señora abuela, de 80 años, salió del hospital hace dos semanas tras estar ingresada por una neumonía, hasta aquí todo normal. Medicación, reposo, cuidados. Esto es lo que el médico, el sentido común y mi familia esperaban para ella en este puente pero, por si acaso, fuimos a supervisar. Ella, libre y testaruda, acostumbrada a llevar a sus hombros una casa y una familia, no lo iba a poner tan fácil.

Había almendras que recoger, asunto de fuerza mayor. Así que mis abuelos, haciendo caso omiso del «¡Dónde van con sus años por los bancales!» de mi preocupada señora madre, fueron cargando de buena mañana el remoque con las lonas, varas y sacos. Conforme la mañana iba pasando me di cuenta que ellos, con sus prótesis, pastillas y dolores, iban rejuveneciendo con el traqueteo del tractor. Veía a mi abuela feliz, hasta con menos arrugas y cómo mi abuelo nos miraba de reojo mientras sonaba el motor que ni de lejos cumple la nueva normativa de emisiones. Así que, asombrada y asustada a parte iguales al verlos varear almendros como si tuvieran 20 años, comprendí que si la cabra tira al monte, quién soy yo para frenarla.