El otro día me encontré al entrañable «supermaño» de Alberto Calvo en la tira de cómic del Heraldo. «Encantao de verte tocayo, aunque no tiés buena cara», me espetó. ¿Y cómo la he de tener si los que mandan ignoran a los pueblos como el mío? «¿Y cuántos sois en tu pueblo?» inquirió, espantando a la mosca. Un centenar y poco pico, le dije. Echóse la boina hacia atrás y soltó una carcajada: «Pué ahí lo ties, bien tiesico.»

Me considero «ruralista», es decir un pueblerino vocacional, procedente de una capital, que cree que para los pueblos el progreso no es tener más cosas y abrir pubs y tiendas u organizar fiestas y eventos deportivos o sociales a troche y moche, sino ofrecer buenas estructuras físicas y digitales de comunicación y salud, (vamos, carreteras, internet y servicios cercanos) y un rediseño global de lo que consideramos la vida buena en una sociedad rural: que defendamos sus características humanas tradicionales, nuestro paisaje y silencio, sin dejarnos seducir por las exigencias miméticas de los urbanitas. El progreso y lo rural ha sido siempre un oxímoron (combinación de dos palabras de significado opuesto) pero yo los considero una posibilidad compatible y deseable.

Comprendo que las necesidades y problemas de un pueblo pequeño no lleguen a superar el «silencio administrativo» o la simple denegación de los «poderes fácticos» a invertir unas perras en arreglar una carretera llena de baches o blandones peligrosos, en instalar una purificadora de aguas residuales, en arreglar calles que llevan casi un siglo sin adecentarlas, a dar una salida digna a un Polideportivo abandonado, a potenciar la edificación de nuevas viviendas para atraer población con niños, a rescatar del olvido a tantos ancianos como aquí viven y atraer a jóvenes con posibilidades de teletrabajo y de un entorno más saludable…

Por eso le contesté al «supermaño»: No pido padrinos políticos, sólo apelar a la lógica y el sentido común de los políticos que hacen honor a su profesión (¿o vocación?), cuyos principios de actuación están basados, por encima de ideologías políticas, en la honestidad, el afán de servicio y aquello que Aristóteles elevó a la excelencia: el arte de aspirar al bien común y la calidad existencial de la mayoría de los ciudadanos, por muy ruralistas que sean.

El avispado mañico se sentó a la sombra y meneó la cabeza: «Pa tó eso necesitas ayuda y más que antes. Un secretario de Ayuntamiento a tiempo completo, aunque tengan de pagar más a los que acepten venir a estos pueblicos, que sepa de oficios, demandas y subvenciones. Un político ‘desos’ que tú dices que ponga por encima de las consignas el bienestar de un pueblo-por pequeñajo que sea- y conozca las necesidades que tenéis aquí; un sistema de valoración técnica más justo e igualitario…»

Se quedó pensativo y añadió: «He escuchao en la ‘aradio’ a muchos políticos de los de antes. Protestaban de que Madrid no les hacía caso, de las diferencias de trato entre unas provincias y otras, que era una vergüenza el estado de las carreteras, de los edificios públicos, de retrasos en eso o en aquello… de subvenciones que pasaban de largo ante las narices de Aragón…»

Asentí. Ahora son algunos de nuestros propios políticos los que contemplan con cierta indiferencia el similar desamparo de los pueblos pequeños respecto a sus vecinos con más habitantes (y más votos). Sin intención de ofender a nadie, ¿son más aragoneses los habitantes de Zaragoza, Teruel o Calanda que los de Torre de Arcas, Ráfales o Torre del Compte? Los buenos políticos aragoneses deben de haber aprendido algo de aquellos agravios comparativos. No basta lo de «Teruel existe». Sin duda es algo efectivo en el Congreso y los medios. Pero para un más justo gobierno de todos, aceptando la igualdad básica a pesar del escaso número de habitantes, sólo es válido el conocimiento directo de las necesidades reales de los pequeños pueblos y la ponderación de sus reivindicaciones más precisas, proyectos viables y directos, honestidad operativa y lógica solidaria. Si esto no ocurre, el «Aragón vacío» será una profecía autocumplida.

Alberto Díaz Rueda. Escritor