Los presocráticos griegos eran protocientíficos: la filosofía nace de la curiosidad de unos hombres que observaban constantemente los fenómenos naturales más comunes y trataban de encontrar causas y leyes que los rigieran. Benjamin Farrington en su «Ciencia y filosofía en la antigüedad» cómo pensadores de Egipto, Mesopotamia, Grecia y Roma desde el siglo VI a.C. crearon las bases sobre las que florecería la ciencia, buscando razones y desdeñando la fácil explicación religiosa de que los dioses controlaban todos los fenómenos. La curiosidad se había convertido en el primer motor de la ciencia. Después, mucho más tarde y hasta nuestros días sobrevino la ambición de la utilidad práctica de la ciencia para generar el bienestar humano . Ahora parece que ese efecto secundario se ha convertido en el objetivo principal.

En un breve ensayo de Abraham Flexner, publicado en 1939, se advierte con notable premonición a los científicos: «Quería que quedara claro que la defensa de lo inútil [lo no ligado al afán de lucro] no atañe solo a escritores y humanistas, sino que es una lucha que concierne también a los científicos. El estado no puede renunciar a la ciencia básica en aras del beneficio. Las Universidades y Escuelas Técnicas Superiores cada vez se asemejan más a empresas de empleo y beneficios económicos y materiales». Y añade: «…a lo largo de la historia de la ciencia la mayoría de descubrimientos realmente importantes, que al final se han probado beneficiosos para la humanidad, se debían a hombres y mujeres que no se guiaron por el afán de ser útiles sino meramente por el deseo de satisfacer su curiosidad». Hace un recorrido por las obras y vidas de importantes científicos del pasado y advierte: «Cuanto menos se desvíen (los científicos) por consideraciones de utilidad inmediata, tanto más probable será que contribuyan al bienestar humano». Para finalizar con esta impagable frase:»Un poema, una sinfonía, una pintura, una verdad matemática, un nuevo hecho científico, todos ellos constituyen en sí mismos la única justificación que universidades, escuelas e institutos de investigación necesitan o requieren». ¿Hasta qué punto esto es cierto en el siglo XXI?

*Alberto Díaz Rueda – LOGOI