No sé cómo, pero sin darnos cuenta henos aquí, ya casi a final de un año raro, extraño, y por supuesto mejorable si hablamos en términos globales, aunque ya se sabe que cada uno al final, termina contando la feria como le va. Exagerando recuerdo que en la tele contaban que este año íbamos a tener cuatro meses en vez de doce: enero, febrero, confinamiento y diciembre.

Al ritmo que vamos, si hacemos caso a las noticias probablemente los próximos años se cuenten solo como «confinamiento», pero no nos dejemos llevar por este sentir tan cargado de pesimismo. En cierto modo la situación es grave al 50% y el otro 50% es lo que nos transmiten los diferentes medios de comunicación.

Si estos dicen que va bien, repetiremos como loritos que va genial. Si nos inoculan la idea de que todo, aun en las mismas circunstancias que antes, es un desastre, terminaremos por creerlo, y aún más, nos sentiremos culpables.

Leía que ciertos regímenes totalitarios se han decantado sistemáticamente por esta táctica para ejercer una autoridad y un control férreos: primero subrayan una serie de problemas que padece el Estado. Después achacan la culpa de esos males a sus ciudadanos. Finalmente, estos, sintiéndose culpables, acatan cualquier medida restrictiva que les impongan y además sin rechistar.

Que la economía va mal: es porque hemos vivido por encima de nuestras posibilidades y nunca jamás se plantea que pueda ser por una mala gestión de las políticas económicas de los gobernantes.

Que los mares están llenos de plásticos: los responsables somos los ciudadanos por tirar el plástico y no las empresas que fabrican los útiles con ese material ni los productores que venden el petróleo a partir del cual se fabrica.

Que contaminamos con nuestros vehículos. Pues es por causa de nuestra insensatez. No por la de los gobiernos que han venido fomentando el uso de vehículos que se mueven a base de combustibles fósiles o electricidad producida por métodos dudosamente ecológicos.

Y así con todo, queridos lectores. La cuestión es tocarnos la moral, para responsabilizarnos por lo que otros no hacen, para tapar o distraer la atención de lo que debería ser una buena gestión de la cosa pública, que en la mayoría de los casos brilla por su ausencia.

Hace bastantes artículos escribimos que, como decía un arquitecto urbanista, una ciudad debería empezar por un edificio autosuficiente en vez de por un conjunto de infraestructuras sin casas y sin habitantes. Tal vez debería pasar lo mismo con un estado en el que en vez de subvencionar estómagos agradecidos se diesen los bártulos para que cada cual aprendiera a pescarse sus propios peces. Si cada casa, y cada familia se buscase las castañas por sí misma (y los distintos niveles de gobierno no pusieran tantos palos en las ruedas, sobre todo para los emprendedores) otro gallo nos cantaría. Pero esto, que por cierto admiro en los norteamericanos a los que tantas otras cosas les critico, no deja de ser una utopía por estos lares allende sus mares.

Sea como sea, feliz semana, amigos. Y a más ver.

Álvaro Clavero