André Malraux, en su novela «L’ Espoir» (La esperanza), que narra la guerra civil española en Aragón, hace hablar a su personaje Manuel: «Nadie se conoce bien a si mismo dedicándose a examinar su ego: logra saber lo que es capaz de hacer y hasta dónde puede llegar, sólo cuando las circunstancias nos obligan a entrar en acción».

Tras la dura experiencia de la borrasca Gloria y el arrase de la normalidad sufrido por toda la provincia y especialmente en pueblos relativamente aislados y de escasa población, he podido analizar de forma personal las dinámicas humanas y sociales que esos fenómenos provocan. La literatura y la filosofía (Camus, Malraux, los teóricos marxistas, Geothe, Tolstoi) y las ciencias sociales (Psicología, Sociología, Historia) me habían proporcionado unas confortables tesis teóricas que en estos días se confrontaban a una antítesis de los hechos, de la realidad del momento y me están proponiendo una síntesis bastante significativa que, al menos a mí y a ustedes si logro dejarlo claro, nos darán una idea y una «brújula» para entender ese enigma que es el ser humano en general cuando se enfrenta a las exigencias de una crisis y debe decidir entre la solidaridad con los demás y el egoísmo de clan, familia o persona.

Por un lado, el afán de servicio del personal dependiente de la Diputación, de Endesa, de la Comarca, Guardia Civil, servicios telefónicos de emergencia, técnicos de maquinaria (quitanieves, tractores, servicios de carreteras), unidades militares de apoyo, una burbujeante humanidad atareada hasta el límite, tratando de ayudar, escuchar y tranquilizar (cuando se extiende la angustia del que espera); por otro los escasos representantes legales de esos lugares afectados, sin medios, sin personal, sujetos a interminables llamadas de uno a otro confín burocrático o político, pidiendo ayuda y soluciones a problemas concretos y localizados, o a pie de calle compartiendo trabajos e inquietudes muy específicas, casi con nombres y apellidos.

Esas reacciones están involucradas, dirán ustedes, en una determinada estructura de oficio o profesión (un cínico miope diría con un gesto de suficiencia «para eso les pagan»). No pasemos por alto que a muchos de esos que se involucran en la crisis nadie les paga o son honoríficos o simplemente altruistas y solidarios.

Y pasemos al otro elemento de la ecuación que plantea toda crisis: la población civil. Los ciudadanos «de a pie», una confusa y contradictoria masa de personas que se auto constituyen en el «factor humano». Estos esperan, sufren, protestan, critican y algunos exigen. Ese magma de emociones encontradas, alarma, miedo, molestias abundantes, angustia unida al frío o al hambre, irritación, conciencia de abandono, causan síndromes variables que evolucionan por el grado de gravedad de la situación, los peligros que suscita y los remedios o respuestas de apoyo que aparecen. El «síndrome de abandono» es un emocional nudo compuesto de irritación, esperanza, visceralidad, dignidad supuestamente ultrajada (por la situación, por la ayuda ausente y a veces por la presente si no es adecuada o resolutiva) y se manifiesta de forma generalmente violenta.

Una catástrofe, inundaciones, incendios, accidentes, aislamiento por fenómenos atmosféricos, causa síndromes en esencia semejantes, pero muy diferentes en la forma. Cuando el problema atañe a todos o casi todos los miembros de una determinada comunidad o varias comunidades -se da el caso de países o regiones muy amplias- la solidaridad es prácticamente general por un fenómeno de «contagio emocional» y de supervivencia global.

Cuando el «factor humano» afronta una situación de gravedad media o menor (circunstancial o temporal) es menos fácil que florezca la solidaridad entre personas y grupos. En estos casos las actitudes sociales en general se amoldan a una solidaridad a la medida del problema. No en todo el tejido social, siempre hay «descolgados» que consideran que en tanto no les afecte directamente a ellos, no les ataña. En estas situaciones de alarma menor y en pueblos pequeños se dan una confluencia de personas que, espontáneas o a petición, se ofrecen a ayudar en lo que pueden y otras que se limitan a observar sin tomar postura y los menos a criticar a los que buscan soluciones, la velocidad en que estas llegan o su efectividad. Esta es la faceta mezquina de la solidaridad envidiable que florece en casi todos los pueblos pequeños.

En resumen: la solidaridad es el factor decisivo que cambia la dinámica de la historia, de los hechos y de las catástrofes naturales o provocadas. El ser humano ha evolucionado gracias a múltiples factores, pero la argamasa que los una a todos es la solidaridad. Sin ella estamos abocados a la entropía personal, social e histórica.

Alberto Díaz – Alcalde de Torre del Compte