Un penetrante rayo de sol atravesó la ventana y derribó el escudo de las cortinas aterciopeladas. Mis ojos, sumidos en un sueño profundo, recibieron la señal de alarma y se abrieron de un santiamén.

6 de junio de 1954. Nuevo aniversario del segundo natalicio de la nación que me vio crecer. Hoy es el día más trascendental de mi carrera, o mejor dicho, de mi vida.

Las agujas del viejo reloj retumban más que nunca, se sincronizan con los latidos de mi pecho: seis de la mañana y tres minutos. Por un instante deseo trasladarme al piano de la sala y dejarme llevar por la inspiración. Sueños de compositor idealista, amante de la música clásica. Si Beethoven hubiera sido contemporáneo, hubiese sido su aprendiz más fiel.

¡No, no, no! No puedo permitirme desviar otra vez la mente, debo mantener la postura. Faltan apenas dos horas y veintisiete minutos para mi propio Día D.

Luego del aseo, me enfundo en el traje que utilizo para los eventos más lujosos, ese que me calza a la perfección y realza la pureza. Porque aquí he nacido y estos rasgos los pondera el mundo. Tomo el portafolio y me dirijo a la puerta.

Una poderosa mano aprieta mi hombro derecho. Me estremezco hasta la planta del pie, no puedo controlar el maxilar inferior que choca una y otra vez con los molares superiores. Segundos eternos de detenimiento. Tomo aire, volteo.

– Mi querido Johann, ¿No está usted olvidándose de algo?

Esa mirada aguamarina es inquisidora, desafiante y capaz de hacerme develar mis secretos más enterrados. Repaso la posible inadvertencia sin hallar rastro alguno, hasta que… ¡Eureka!

– Disculpe, Padre. Estoy tan ensimismado por la entrevista… No volverá a pasar.

Mi voz es apenas audible, ni siquiera logro levantar los párpados. Me escabullo y enseguida regreso con mi brazalete rojo, ese que en el medio contiene un círculo blanco que alberga la verdadera cruz negra que nos salvó la existencia.

– Buena suerte, hijo. Vaya y demuestre por qué es usted un Meyer

Calurosa jornada primaveral que se atenúa por la brisa matutina. El viaje a bordo del Porsche 356 es apacible. Conduzco por la avenida repasando las preguntas de rigor que he sacado con los años, hasta que una explosión provoca mi sobresalto y consecuente frenada brusca.

Un soldado de un metro noventa de estatura arrastra a un adolescente por el pavimento. Los rulos del joven se enredan en las poderosas garras militares, cuan insecto que intenta escapar sin éxito de la planta carnívora que ya decidió su destino. El menor es observado con desprecio por una elegante mujer peinada con una prolija coleta.

– ¡Qué horror! Pensé que esta gente había dejado de existir- protesta, sacudiendo la cabeza y mordiendo su labio pintado de bermellón.

Mi estómago gira como un carrusel. Es la primera vez que consigo que me otorguen la nota principal de la revista.  Honraré ese privilegio y dejaré mi nombre en lo alto, como cada extensión de la extremidad cuando saludo a un compatriota.

Llego al destino. Desciendo del automóvil y dos hombres uniformados, cuyas edades no superan los veinticinco años, me informan que puedo pasar y señalan una escalera de piedra. Me impresiona la textura de su piel, creo que de haberlos observado fijamente por un lapso más extenso, podría haber cumplido la misma función que el moderno escáner.

La vivienda preside el punto más alto de una colina. Un sendero de pimpollos que se abrieron a la vida provoca que mi comisura dibuje la primera línea curva del día. Cada peldaño que atravieso retumba más que el anterior.

Me detengo a contemplar desde lo alto. Sobrevuela una atmósfera de poder donde se respira inmensidad. Estoy en un reino, como en los cuentos infantiles, donde todo parece maravilloso. Siento en los tobillos una leve cosquilla, seguida de un pequeño tironeo en mis zapatos.

Martha, por favor sé amable. Disculpe señor, todavía no ha sido adiestrada.

Una bella niña con delantal blanco se apresura a quitarme de encima una juguetona cachorra pastor alemán. Me quedo atónito, y observo la escena en absoluto silencio.

Señor Meyer, pase por aquí por favor. Tome asiento- ordena.

El interior de la casona es amplio, las terminaciones de madera son acogedoras. Las paredes son firmes, resistentes. No hay ningún cuadro o pintura a la vista. Quizá se deba a su mudanza reciente, porque momentos gloriosos hay de sobra.

Repaso las notas de mi cuadernillo con pulso incontrolable. La primera pregunta debería referirse a la sorpresiva decisión de derribar la Torre Eiffel, a pesar de que un escaso grupo de ex franceses decidió encadenarse a sus estructuras. También analizo si será mejor comenzar interrogando acerca del acto por el nuevo aniversario. Mis mentores me recomendaron ganarme la confianza de los demás.

La garganta se me cierra, los ladrillos parecen desprenderse en una única dirección. Otra vez la espalda expuesta a peligro, como mecanismo de defensa una gota emana con timidez desde la nuca y recorre vértebra por vértebra. Es ahora o nunca, procedo.

¡Heil, Hitler! – digo seguro mientras mi brazo derecho se alza con firmeza. Demuestro mi orgullo alemán, y fundamentalmente el convencimiento por todo su proceder, aunque ahora que lo pienso no me gustó como actuó en… ¡No, por favor! ¡Ahora no! ¡Concéntrate!

Johann Meyer, ha llegado a tiempo. Lo invito a sentarse y a tomar un café.

Tengo en frente a un líder mundial, la persona con mayor carisma y capacidad que ha dado la humanidad. Está debilitado, abatido. Utiliza un bastón para movilizarse. Su rostro está plagado de líneas propias de la edad, y el cabello ha comenzado a desprenderse.

Su fragilidad me conmueve e inspira. No se parece en nada al hombre fuerte y  de semblante firme que defiende los intereses de su pueblo. Ahora comprendo su decisión de gobernar evitando los flashes periodísticos.

Führer, me gustaría preguntarle por el conflicto en París. ¿Qué lo llevó a tomar la determinación de acabar con un símbolo tan significativo?

Un golpe de puño sobre la mesa hace tambalear la taza, haciendo que la infusión no resista semejante embestida y se rinda, vertiéndose un poco sobre el plato.

Asisto a una metamorfosis, ese hombre con la ternura de un cariñoso abuelo se agiganta repentinamente. Su mirada dispara fuego, los músculos faciales adquieren rigidez, el índice de su mano derecha me señala.

Meyer, esa pregunta… ¿Qué haría en mi lugar ante un grupo de insurrectos que ponen en vilo la paz de la colonia? Los rebeldes se rehúsan a instaurar el alemán como primer idioma, insisten en desconocer mi autoridad y son los responsables de la crisis comercial.

La apariencia me jugó una mala pasada. Cuando atino a pronunciar palabra me interrumpe.

Me temo que no podré seguir hablando con usted, soy un hombre ocupado. Tenga a bien aceptar este presente– abre mi mano y coloca en ella un pequeño paquete. Toma mi brazalete queriendo arrancarlo, pero el temblor de su brazo lo impide. 

Se reseca mi boca, hiperventilo. Me dirijo derrotado a la puerta, pienso en la decepción de mi padre. Quiero animarme y abro el regalo…

Un charco verde y hediondo se encuentra a mis pies. El traje y calzado también se salpican con mi humanidad. Mi mano sostiene un hueso, el quinto metatarsiano del pie. Todos conocen el símbolo, es el obsequio que nadie desea portar, la propia sentencia.

Desciendo la colina con la velocidad de un guepardo. Enciendo mi auto y acelero lo máximo posible. Cambio de planes… Hoy a última hora emigraré hacia América Central.

Aarón Ferrando. Reflexiones de un aprendiz