En muchas ocasiones se habla de la conquista del espacio exterior. De la exploración más allá de los límites de la estratosfera terrestre. Tantas y tantas previsiones sobre el futuro del género humano y nuestro planeta cuentan con la conquista de la luna y posteriormente de nuevos planetas, y nuevas lunas, como solares susceptibles de ser ocupados, edificados, y ulteriormente habitados por nuestra vírica especie.

En la mayoría de los casos hablan los gurús del crecimiento exponencial del número de humanos sobre la Tierra. Y sin embargo no cuentan o no quieren contar con dos soluciones que tal vez serían las más factibles, las más realistas y baratas, y por último, las más efectivas.

Una, la colonización de los fondos marinos y de la superficie de los océanos. La otra, quizá políticamente más incorrecta: la limitación del número de nacimientos, siguiendo una política de hijo único por familia. Por supuesto que esta última opción dista mucho de ser perfecta, correcta o incluso justa. Sin embargo ante la limitación de los recursos dado nuestro cada vez más creciente número, de aquí a una o dos generaciones habríamos mejorado notablemente con el problema de la distribución y gestión de esos recursos, aunque este tema requiera de un análisis infinitamente más extenso que este mero esbozo que plasmamos aquí.

Sin embargo, reconozco que la exploración del Sistema Solar se antoja más atractiva, y también más «vendible» ante el contribuyente por parte de los gobiernos. Y supone, también, que se destinen ingentes cantidades de dólares o euros a una supuesta investigación cuyos resultados son difíciles de ver o comprobar, y que potencialmente pueden suponer una magnífica tapadera para el desvío de esos fondos hacia otros destinos mucho más terrenales.

Sea como fuere me gustaría recordar un experimento realizado en las costas italianas que consiste en criar hortalizas en cúpulas bajo el mar. Los resultados han sido bastante esperanzadores, pues los cultivos se veían libres de plagas, disponían de luz y humedad suficiente sin mayor costo, y las temperaturas se mantenían estables merced al efecto regulador del agua del mar. Por consiguiente, dejando aparte la inversión en la construcción de la cúpula los gastos en mantenimiento eran sensiblemente inferiores que el hecho de intentar cultivar tomates en el espacio exterior o en las superficies de la luna o Marte.

Sin embargo estas experiencias, así como la de cultivar en túneles subterráneos o en granjas-rascacielos para optimizar el espacio no dejan de ser meros experimentos cuando podrían estar extendidos y evitar lo que a día de hoy es el mayor de los males para nuestro medio ambiente: la agricultura tal como se entiende hoy mayoritariamente, que hace uso de pesticidas y abonos que luego van a la tierra, al agua y al aire, y nos envenenan poco a poco, sutilmente, y hacen desaparecer insectos polinizadores, aves y toda suerte de flora y fauna.

Cuidado, que no quiero decir con esto, ni mucho menos que la agricultura por sí misma sea perniciosa. Evidentemente de algún sitio tenemos que sacar los alimentos que, a día de hoy, necesitamos comer para sobrevivir. Y algunos agricultores practican la agricultura ecológica, poco o nada invasiva y totalmente equilibrada y respetuosa para con el medio ambiente o vemos ejemplos inspiradores como los que comentábamos al principio. Pero sí que insisto en que cuando lo que se busca es el beneficio económico y el monocultivo, las consecuencias, a medio y largo plazo no pueden ser peores que las que tenemos.

En fin, amigos. Ahí les dejo con estas consideraciones de un simple observador. Sean felices en la medida de lo posible, y pasen una feliz semana. A más ver.

Álvaro Clavero