Aunque la estudié y me interesó esa disciplina hace ya mucho tiempo, he tenido que padecer de mala visión para darme cuenta de la importancia del diseño en la vida cotidiana.

Primero había sido la Bauhaus, desde 1919, que cambió radicalmente la arquitectura y los objetos cotidianos a través del diseño, convirtiendo, por ejemplo, los edificios en «cajas» y las sillas en prodigios
Fue en los años 60 cuando, al saludarse festivamente, se puso de moda un irónico «¿estudias o diseñas?» por estar muy de moda esa dedicación. Destacaron en el estudio del diseño ciertos profesores de arte y estética de universidades italianos, como Milán y Trieste , con el prestigioso profesor multidisciplinar Gillo Dorfles a la cabeza.

Fue aquella eclosión del estudio del diseño como disciplina universitaria la que dio gran prestigio a esa materia, e hizo que el diseño modificase el aspecto de los objetos cotidianos, convirtiendo algunos de ellos en verdaderas obras de arte, fueran cafeteras, pinzas o motocicletas.
Pero a la vez éste proceso hizo que, por parte de muchos que querían innovar a toda costa, olvidaran algo que debe ser fundamental en todo buen diseño, el de responder con eficacia a su función; es decir, su utilidad.

Los mandos de ascensores, que no se ven con claridad; los botones táctiles de aparatos electrónicos, desde los cajeros a los televisores y placas de inducción; el tamaño de las letras y números o el uso de colores y fondos en máquina, libros y folletos, etc. han llegado en su afán de innovación a ser malos diseños, aunque nadie se atreva a decirlo por el prestigio del oficio.

Hay taburetes o vasos sin estabilidad; libros y folletos que resultan ilegibles; asas que no sirven para cogerlas, etc.

Quiero hacerlo notar desde aquí, después de que la necesidad del uso de los mismos me lo haya puesto difícil, si no imposible, precisamente por el diseño. Y por tanto mal diseño.

Alejo Lorén