La aparición, no por inesperada menos inevitable, de la pandemia vírica, un desastre anunciado como la muerte del personaje de García Márquez, ha constituido una piedra de toque para evaluar el valor genuino de la política y los políticos de los países afectados trágicamente por el  COVID. Con muy pocas excepciones, ni la política ni los políticos han dado la «ley» de su valor. Como en el costumbrismo popular, las monedas de presunto oro de la gestión pandémica han resultado ser de plomo al chocar contra la oscura piedra de toque. Si aplicamos a esta situación lo que en filosofía se llama «pensar», es decir, colocarse ante lo real desde la desnudez de prejuicios, indagar en la verdad que se esconde bajo la cortina de datos y de bulos más o menos dirigidos, buscar las líneas de fuga que los hechos desnudos muestran como si fueran problemas inevitables e «inocentes» de la culpabilidad de una mala gestión y, esencialmente, buscar remedios antes que excusas. No como los populistas, tipo Trump o Bolsonaro,  que proponen soluciones fáciles (incluso mágicas) para problemas complejos. Un ejercicio tal nos muestra que la mano invisible del estado y la economía neoliberal de los últimos cuarenta años -no sin la complicidad indirecta de los ciudadanos de la sociedad de consumo irrefrenable e irresponsable- ha provocado de este escenario trágico y que cuando llegan las malas hay que acudir a las antítesis de lo que nos ha sobrado: ante la masificación, reducción de contactos; ante la globalización viajera, cierre sanitario de fronteras; ante el negacionismo, test masivos; ante los bulos, claridad y transparencia informativa; ante la escasez sanitaria, tomar nota del error de recortes y privatizaciones y primar la salud sobre el negocio… y así seguiríamos.

Y sin embargo, en estos últimos días está circulando la constatación de un hecho de alcance internacional que está soliviantando a unos, asombrando a otros y confirmando a algunos de algo que ya se discutía «soto voce» entre los observadores políticos. Digamos que el dato fáctico es el siguiente: de los casi doscientos países que hay en el mundo, sólo diez están dirigidos políticamente por mujeres (entre ellas ninguna dictadora o populista mesiánica, dato relevante). Entre los pocos países que mejor y más pronto han sabido gestionar la crisis, lo cual ha redundado en menor número de contagios y un número llamativamente bajo de fallecimientos, están comandados por mujeres. ¿Tendrá algo que ver la testosterona en este curioso evento?, se preguntan los más irónicos observadores. Científicamente no se puede, por el momento, demostrar la hipótesis de que la testosterona, la hormona  masculina responsable de determinados rasgos secundarios masculinos, fuerza, agresividad, obcecación por la supervivencia y la preponderancia (sexual o comunitaria) cree diferencias manifiestas en el tipo de gobierno según que el líder sea un hombre o una mujer. Lo cierto es que cualidades como flexibilidad, asertividad  (pero no «por mis c…»), formación, sensibilidad a los problemas humanos, compasión, previsión, eficiencia, percepción de los «pequeños detalles» (no en vano rigen ancestralmente los hogares) tendencia a compartir, camaradería, facultad de diálogo…no son exclusivamente femeninas, pero…

Ángela Merkel (Alemania), Jacinda Ardens (Nueva Zelanda), Katrin Jakobosdottir (Islandia), Nicola Sturgeon (Escocia), Tsail Igwen (Taiwan), Erna Soldberg (Noruega), Sanna Marin (Finlandia), Mette Fredericsen (Dinamarca) son las responsables de las mejores y más eficaces políticas de reacción ante la pandemia, la mayoría aglutinando a las diferentes fuerzas políticas de sus países y con una información a sus poblaciones traNsparente, veraz , empática y co-responsable. Tanto en la preparación de hospitales, acceso y distribución general de elementos sanitarios de primera necesidad, realizando test masivos, deteniendo la entrada de aviones y turismo. Y todo ello en las dos semanas posteriores a la declaración china de la epidemia. Y con planteamientos audaces y sumamente racionales, como las dirigentes danesa y noruega que han dado ruedas de prensa a los niños usando los medios digitales para informarles de lo que ocurría y pedirles su cooperación. o las explicaciones públicas continuas y claras de una Merkel, de profesión civil física cuántica, que se convertían en virales en la Red alemana. Las diferencias de morbilidad pandémica entre estos países y los del sur de Europa (excluyendo al modélico Portugal cuyo primer ministro Antonio Costa ha realizado una gestión irreprochable auxiliado por una oposición irreprochable, ¿aprenderemos alguna vez de nuestros hermanos de península?), Norteamérica, Rusia o demasiados países sudamericanos y del este europeo (Polonia y Hungría como ejemplos escandalosos) están mostrando la cara más covidiota del planeta. ¿Será verdad lo que dice Joseph Roth sobre «la abundancia lamentable en el mundo de dos tipos de personas, los malvados y los estúpidos»?

No insistiré sobre esa superioridad femenina en la gobernanza ( y en otros ámbitos de acción social, económica, universitaria o familiar). Me faltan estudios científicos que lo demuestren. Sólo utilizo el sentido común y un empirismo al alcance de cualquiera que quiera informarse. Pero estoy convencido que los casos, conocidos por todos en este país, de señoras cuyos comportamientos públicos son, como mínimo, cuestionables ética y políticamente, responden más al «contagio» de la testosterona con la que los hombres políticos suelen dirimir sus asuntos que a sus cualidades genuinas. ¿Optimismo utópico? Tal vez sí…o quizá no.

Alberto Díaz – Escritor