Estas dos palabras podrían constituir un pleonasmo o una redundancia. Cuando hablamos de la historia de Europa y de los países que la componen, hablamos de un crisol – la unión, la «fundición» -de lo diverso, lo distinto, en un elemento único, multiétnico, de culturas, identidades y razas. Europa es la semilla fructificada de la libertad y la verdad que, desde el siglo XVIII, declararon los padres de la Ilustración.

A pesar de la historia contradictoria que nos precede y sobre todo, a pesar de la eclosión de los nacionalismos, los populismos, fascismos y demás formas de pensamiento y política racistas, xenófobas y hegemónicas que nos afligen actualmente, Europa siempre ha sabido prevalecer sobre la tiranía y la barbarie, fiel a su carácter de faro clásico de la cultura humana en el mundo.

Es preciso conseguir que ser europeo signifique que integramos y no dividimos, no separamos ni rechazamos, no tememos sino que abrazamos, ayudamos y no condenamos, admitimos y no perseguimos. Si fuimos capaces de superar el nazismo, el fascismo o el estalinismo, debemos comprender que la solución de nuestros problemas como europeos no pasa por volver a aquéllas tiranías a causa del temor al «otro», al diferente, al de distinto color de piel o distintas costumbres o religión; los que demonizan a los de «fuera» son los que prefieren pagar con su libertad que ciertas ideologías de siniestra memoria los «defiendan» de aquello que no saben asumir porque no se toman el esfuerzo de comprender. No debemos olvidar que Europa es un crisol de culturas y somos el resultado de la profunda suma de lo distinto.

Tenemos pendiente la prueba básica: comprobar que podemos vivir juntos, animales racionales exactamente iguales unos a otros con diferencias circunstanciales que no atañen lo básico, lo esencial, enfrentados por convenciones históricas, económicas y geográficas que son sólo trágicos malentendidos debidos a mezquinos intereses, a la codicia y a la violencia y la barbarie. Sólo el asumir la hermandad ontológica humana nos puede salvar del desastre global que nos amenaza: no sólo estamos destruyendo el planeta y sus condiciones de vida, también peligra ese milagro seguramente irrepetible que es la conciencia humana, el ser consciente que piensa y sabe expresar sus sentimientos y emociones. Es el don que compartimos los europeos con los sirios, kurdos, turcos, armenios, americanos o africanos, judíos, cristianos, mahometanos o budistas, negros, blancos o amarillos, cultos e iletrados, pacíficos y violentos, fuertes o débiles, sanos y enfermos, perseguidos, víctimas y verdugos, mártires, héroes o vagabundos, hambrientos, humillados y ofendidos, tiranos y asesinos. Todos tenemos conciencia de nosotros mismos y de los otros, instintos, organicidad y muerte. Somos iguales, ya seas oriundo de El Cairo, Bagdad, el Tibet , Nueva York o Sidney, Madrid o Barcelona.

Europa es, ha sido, todo lo dicho y más, pero también es arte, música, teatro, narrativa, ciencia, espíritu y creatividad, historia no siempre vergonzante, puertas abiertas y solidaridad. Negociemos todos cómo vencer a la miseria y el dolor que nos vienen en oleadas de ese «afuera» que no aceptamos. Si aprendemos a gestionar el problema, a integrarlo, a crear caminos nuevos con la savia nueva que nos llega, podemos conseguir repetir y mejorar aquélla condición de «faro» social, político, humano para atraer y orientar a los otros hemisferios, de occidente y oriente, de Africa y Oceanía, hacia esa labor común que hoy más que nunca es necesaria: afrontar los problemas globales con los recursos y la inteligencia global de la especie humana, sin distinciones. ¿Utópico? Tal vez. Pero en algunas ocasiones la historia está estructurada con las mismas materias que integran los sueños.

Alberto Díaz Rueda