El estupor y la desorientación, la incertidumbre y la angustia creciente marcan las etapas de los estados de ánimo que confiesan los ciudadanos afectados por el enigma educacional, mientras los políticos siguen adictos a la actitud pública y notoria  de un comportamiento basado en el empírico ensayo-error. Lo llevan haciendo desde el mes de febrero pasado, cuando ya se abrían las puertas de un caos anunciado. Han estado desbordados por la izquierda y por la derecha, aunque quizá, como a todos, el desafío  vírico les ha venido demasiado grande y tantas dudas y vacilaciones son inevitables. Ello ha puesto de manifiesto la falta notoria de líderes políticos, dignos de ese nombre, para situaciones tan graves, exigentes y desconcertantes como las que ha creado la pandemia. Escribo esto sin ánimo crítico, sólo soy realista, y hablo de la clase política visible en general: los estados de excepción requieren políticos excepcionales y de esos hay pocos.

Consideremos que los sectores en crisis no son sólo  el sanitario, que ha debido conformarse con palmaditas de consuelo pero sin mejoras, sino también el económico, por el que doblan las campanas de duelo, a pesar de inyecciones varias, y para cerrar el panorama  catastrófico, el educativo (que en el circuito de las necesidades básicas para el progreso de una nación es tan importante como los otros dos). Los maestros y maestras, los profesores de ambos sexos, de todos los niveles educativos, llevan meses literalmente mesándose los cabellos y pensando que las autoridades de ese depauperado sector deben haber pasado del estupor de la pandemia a la inopia de las dudas (escribo esto antes de saber el resultado de las últimas reuniones oficiales). Los medios han reflejado el estado de estupefacción general, fiel reflejo del de la población. El Gobierno asegura que están planteando alternativas y protocolos desde junio,  hay 2.000 millones de euros destinados al sector y se habla de 30.000 docentes por contratar. Pero desde las escuelas a los institutos y a las Universidades, el enigma educacional sigue sin resolverse de una forma clara, definitiva y sobre todo unitaria. Seguimos con el complejo de las Comunidades y sus competencias. Insisto, ¿es que una situación global como la pandemia no debería afrontarse de una manera centralizada con el apoyo de todas y cada una de las Comunidades? ¿Cuál es el presunto hecho diferencial en este caso que justifica que cada una lo haga a su modo y manera? ¿Es que no nos contagiamos y sufrimos o morimos todos de la misma manera, andaluces, gallegos, vascos o catalanes? Es evidente: no hemos aprendido nada de los meses de pandemia transcurridos. Seguimos alimentándonos de conceptos políticos cerrados en lugar de ideas ajustadas a las circunstancias. Y así seguimos sin tener ideas claras y orientativas, de si la educación ha de ser presencial o telemática o mixta, la ratio de niños o alumnos en cada clase, el uso de mascarillas y separación física, los protocolos de respuesta urgente a un rebrote localizado, normas de los deportes y los actos académicos…

El confinamiento como medida extrema, sectorial preferiblemente, es una decisión que tiene unas consecuencias económicas y sociales de primer orden, no pueden depender de la famosa autonomía comunitaria. En tiempo de pesadumbre, no hacer mudanza. Creen un gabinete de crisis permanente donde haya participación paritaria de todas las Comunidades y se tomen las medidas por consenso general. Y se puedan evitar tibiezas tan absurdas y peligrosas como la del señor Torra, por poner un ejemplo, pidiendo por un lado que se respeten las restricciones de personal en grupos y por el otro que para las manifestaciones del 11 de setiembre «ya se verá». Vamos, señores, un poco de seriedad (el que esto firma se considera catalán de adopción, tras medio siglo de vivir y trabajar en Cataluña). Las Comunidades en general y las más opuestas a «injerencias» estatales ya han demostrado su «pericia» con el Covid19, no repitamos el error.

Es precisa  la participación de todos, desde la gestión política a la de ayudas y situaciones puntuales de agravamiento vírico. Y para ahora, el problema quema. Señores, reúnanse los responsables y pongan a un lado por el momento sus intereses «políticos» o de imagen partidista e incluso independentista.  Ya que en Sanidad no han logrado la unanimidad y la  gradual asimilación de un protocolo de actuación pública y privada que confirmara  las mejoras que provocó  el confinamiento (y así nos ha ido). Todo a causa de esa confusión visceral de confundir los derechos personales y «comunitarios» con las exigencias excepcionales de una pandemia. Ese exceso «constitucionalista»  que prima los derechos de las partes pero no las obligaciones hacia la totalidad del país no resiste un examen de ética y sentido común. Señores políticos, profesores y maestros, alumnos y ciudadanos del común, díganme: ¿Son necesarias más muertes, contagios y amenazas  para que nos planteemos en serio que si no hay una política de defensa conjunta, unitaria, común y solidaria, basada en la precaución, la ecuanimidad y la cooperación de actuación y de  información transparente y lo más veraz que sea posible, nos vamos todos y cada uno de nosotros a abrirle las puertas a la miseria, la dictadura y  el caos?

Y no me refiero sólo a la política o la economía…también a la educación, uno de los puntales medio abandonados en este país  por los gobiernos capitalistas y neoliberales de los últimos decenios. Y la educación, como han dicho muchos pensadores, es una herramienta cargada de futuro. Más de ocho millones de estudiantes y más de 700.000 docentes se preparan a partir del día 7 de setiembre a encarar un desafío tan pandémico como el virus, contagiable y de posibles efectos devastadores: el del enigma educativo. Enigma que nace del hecho de que, en principio y en puridad, no hay nada menos educativo que afrontar un hecho empírico, la transmisibilidad del virus, sin un protocolo claro, único y obligatorio y sin el añadido sustancial de medios sanitarios y personal adscrito que garanticen hasta cierto punto algo tan mudable y poco previsible como la gestión pandémica. Una actitud de cautela y reflejos rápidos. Equipos de actuación urgente. Directrices ágiles y ajustables a las situaciones. Algo de esto existe, pero hay que perfeccionarlo.  Luego, sólo nos quedan las lamentaciones…y las criticas. Ambas igual de inútiles.

Alberto Díaz Rueda – Independiente – Torre del Compte