Se ha puesto de moda el Matarraña, la comarca turolense que ha venido siendo descrita en los medios como la Toscana española.

Hay siempre en estos calificativos una asumida inferioridad, y ese tipo de reclamos puede que entorpezcan más que ayuden, pues dejan un poso de imitación de otras latitudes famosas pero esconden a menudo los valores propios de lo que se pretende promocionar.

El Matarraña no es ninguna Toscana española ni falta que le hace. Es un territorio con personalidad propia, distinto a todos, con sus colores peculiares, su orografía quebrada y ondulante, ríos cristalinos, fauna y flora autóctona llenas de matices, cultivos centenarios, su patrimonio histórico conservado en villas que no son un decorado ni un museo, sino donde viven las gentes que resistieron su esencia y sus modos de vida a duras penas, castigados por el abandono secular de una España que ha forzado a la emigración tradicionalmente a unas zonas en beneficio de otras.

Pero siendo su paisaje y sus valores arquitectónicos especiales y maravillosos, su tirón puede que se deba a su carácter fronterizo. Las gentes de la comarca son aragonesas,  pero hablan una variación del catalán. Y esto no ha sido impedimento para estar abiertos a los viajeros y a los que se han instalado aquí desde otra zonas. Uno siente que es recibido con simpatía, y la diferencia no es obstáculo.

En la panadería, en el bar o en la gasolinera, la gente no hace de su idioma un sacramento. No está el común de la gente ideologizado, ni transmite que se sienta amenazada por los foráneos; al revés, intenta transmitir acogida, apertura, curiosidad y cierto modo socarrón de escucharte.
Y ése es el hecho diferencial del Matarraña y en general del Bajo Aragón de habla catalana: donde en otros sitios hay cerrazón y recelo, aquí hay apertura y compartir, utilizando lo que une a las personas y no lo que las aísla.

Su encanto es su gente, y por eso siempre echas de menos su luz y su cielo nocturno, las sombras alargadas de los olivos al caer la tarde, su otoño de un cromatismo mágico y la autenticidad de sus rincones, no mancillados todavía por la masificación ni la urbanización uniformadora e indiscriminada de otros lugares. La sensación de transportarse a otro ecosistema, de cambiar y reencontrar algo que llevas dentro, aletargado.

Y también el orgullo de ver el pasado aún presente en la piedra de sus capillas y soportales, siempre diferentes, de sus edificios civiles renacentistas y los religiosos más antiguos contra los que aquellos se alzaron como rastro de la lucha secular entre el poder terrenal de Iglesia y Estado.
Una armonía traída a contra pié que es necesario preservar.

Pero todo eso no dejaría un poso si no fuera integrado con el carácter de su gente, resilente, escéptica, paciente, aguda y a menudo dispuesta a un comentario irónico sobre la vida que le toca llevar, rebajando su dureza.

La campana del reloj del Ayuntamiento da dos veces la hora, pero no te despierta ella en medio de esa noche silenciosa de sus calles; son las señoras que van a la panadería a primera hora y se han parado en la esquina a «fer la charradeta» las que te meten en el día que para ellas ya ha comenzado hace rato. Y te meten en tu infancia más que cualquier fotografía: « Pos chiqueta… ¿saps qui m»ho va dir?…».

Luego, más tarde, sales tú:
« – ¿ Ya  estáis por aquí? El otro día vi a tu madre y hay que ver lo maja que está. Me voy deprisa que tengo la coca en el horno, y hoy la cena de la peña es en la calle».

En fin. Entrañable Matarraña, tu anzuelo se clava en el corazón y me veo como el  pez  al que se le da carrete pero que está bien clavado. ¿ Y qué? Soy un  lucio que no se quiere soltar, contento de que no seré libre nunca.

 Javier Satue de Velasco