En ocasiones, cuando los Estados Unidos lanzan algún cohete en misión a Marte, o a la Luna, o a esos mundos exteriores, dicen en los telediarios españoles que el artefacto en cuestión lleva algún componente «muy importante» que ha sido fabricado o desarrollado por científicos españoles.
Por supuesto que no pongo en duda ni que haya sido desarrollado por investigadores de aquí ni lo determinante de ciertos componentes. Pero en términos globales no es España quien lanza la misión espacial, ni son los españoles los que tienen el control total sobre el proyecto.

Y sin embargo nos venden desde hace años la idea de que este país es importante porque participa en algo que no sabemos muy bien qué es. Pero siempre son anglosajones los proyectos.
¿Quiere decir esto que nuestros científicos sean menos capaces? Ni mucho menos. En mi modesta opinión lo son tanto o más que cualquier otro. Pero lo que falla es el sistema y la gestión que se hace endémicamente, al menos desde los últimos lustros, de la ciencia y la ingeniería en este país. Nuestros profesionales podrían estar desarrollando proyectos más importantes, y ser ellos mismos los que estuviesen en condiciones de decidir y dirigir esas misiones u otras en vez de participar de forma más que periférica en ellas. Pero ocurre lo que ya se decía en el Cantar de Mío Cid al referirse a don Rodrigo Díaz de Vivar: «Dios, qué buen vasallo, si tuviese buen señor».

En España el talento y la brillantez han estado siempre, aunque no siempre se han visto. Pero no por sus valedores, sino por los señores que más o menos ineptamente han estado sometidos al yugo de fuera y se miden en el juicio de la prensa anglosajona para evaluar su prestigio. Del mismo modo que dependen del turismo británico para sobrevivir.

Cuando los gobernantes han sido buenos, el talento siempre ha respondido. ¿Cómo pudo un país pasar de la Edad Media y las guerras intestinas a conquistar todo un continente creando ciudades, leyes de defensa de los indios, gramáticas de las lenguas americanas, erigiendo universidades y ampliando lo que conocemos como civilización occidental allende los mares? De no haber dominado y desarrollado los mayores avances científicos de su época habría sido tarea imposible. De no disponer de las mejores tecnologías de la época, no podrían haberlo hecho. Y eso se desarrolló aquí. Y nuestros antepasados, con todas sus luces y sombras, lo lograron. Pero tenían buenos gobernantes. La máquina estaba perfectamente engrasada, y por lo tanto, funcionaba.
Ahora se llenan la boca hablando de que ésta «es la mejor época de nuestra historia» cuando en realidad, en términos globales este país pasa sin pena ni gloria, y con el país, lo que es más duro y triste: sus habitantes que somos nosotros.

No seré yo quien exalte o critique el orgullo de pertenecer a una nación. Al fin y al cabo el orgullo o la deshonra debería ser la de pertenecer a una especie que es la humana, pues los estados y las potencias son un invento eternamente cambiante como otro cualquiera: menos malo que el Nuevo Orden Mundial, pero una herramienta de control al fin y al cabo.

Sin embargo los progresos que se fraguan en un territorio, más pronto que tarde acaban repercutiendo y beneficiando a quienes habitan en él. Y de ahí la importancia de estimular esos avances en materia de ciencia, salud y tecnología entre otras disciplinas importantes. De ahí que me queje y me lamente de la imagen tan ortopédica que se nos quiere vender para tapar unas carencias que no son las de los auténticos científicos, sino las de quienes a fin de cuentas determinan sus destinos como profesionales y no saben o no quieren estimularlos en beneficio del resto. Es decir: los gobernantes.

Tenemos talento, amigos. Para investigar vacunas y para lanzar robots al espacio. Para todo lo que nos propongamos. Pero lamentablemente tenemos muy poca habilidad para elegir y sostener a quienes deben coordinar y gestionar todo ese talento y todos esos recursos. Si no, a las pruebas me remito.

Feliz semana, y a más ver. Y muchísimas felicidades, Papá.

Álvaro Clavero