Fue nuestro don Juan Manuel, el noble erudito y escritor moralista, allá por el año 1335, quien en su libro «El Conde Lucanor», en el «exemplo XXXII», habla de unos granujas, supuestos tejedores, que confeccionaron un riquísimo traje al Rey. El traje tenía una virtud mágica: sólo sería visto y admirado por las personas que amaban a la real persona y no le querían ningún mal. Los que no lo vieran, eran reos de traición y merecían la muerte. Desde los cortesanos al mismo Rey, todos alabaron el fantasmal y mágico traje. Cuando el Rey salió a que el pueblo le admirara, acompañado por sus soldados, nadie se atrevió a decir que el Rey iba desnudo. En esta primera versión del cuento, seguramente de origen árabe, fueron unos humildes negros semi esclavizados quienes dieron las primeras voces de alarma y fueron inmediatamente castigados. Pero el hecho de que a pesar de las torturas todos seguían diciendo que el rey estaba desnudo acabó abriendo los ojos al pueblo, a los cortesanos y al mismo Rey, avergonzado y furioso. Fueron a por los «tejedores», pero hasta el día de hoy nadie sabe dónde se esconden y cómo disfrutan de sus riquezas.

Tres siglos más tarde el mismísimo Cervantes recogió la anécdota y compuso su entremés «El retablo de las maravillas», poniendo en cuestión la «limpieza de sangre» de los que negaban estar viendo una supuesta representación que todos aplaudían. Y en 1837 fue Andersen, el danés de los cuentos, quien retoma el falso traje mágico y deja que sea un niño de corta edad que denuncia la superchería entre infantiles carcajadas.

Los «yayofachas» de ajado uniforme y estrellas en la bocamanga, jubilados militares pero activos de testosterona y nostalgias de pistola y brazo alzado con viril empuje que abofetea el aire, le han confeccionado un traje nuevo al Rey, al que rinden pleitesía y regañina encubierta. Seguros de su inmunidad «democrática», que les garantiza ese mismo Gobierno que demonizan, han diseñado un traje, militar por supuesto, para que el monarca de todos los españoles sea admirado por su elegante prestancia, por supuesto militar. El caso es que quizá una mayoría de militares no ve con buenos ojos esa pantomima, quizá el mismo Rey tampoco. Pero la cuestión está en que mientras no se tome partido, «partido hasta mancharse» que diría Celaya, en denunciar a esos «sastres» iracundos, el Rey tiene un traje nuevo.

Y si sale con ese traje al mercado público, al escenario de todos, (y será así si no rechaza públicamente y con vigor todo lo que supone tal «vestimenta») habrá muchos que se atreverán a decir: «mira, el rey va desnudo». Y así se referirán a que el Rey va «desnudo» de lo que deben ser sus atributos y condiciones institucionales: un Rey de todos y para todos, por encima de partidos y de intereses bastardos. No la marioneta de determinados poderes políticos y económicos. Porque lo que están intentando esos «yayofachas» y los «patriotas» de la ultraderecha, los «amigos» de la derecha pura y dura y adláteres, es vestir la figura emblemática de la Corona con sus odios, rencillas, rechazos e inhumanidad. La referencia brutal y aberrante a la necesidad de fusilar a 26 millones de españoles, no sólo es de juzgado de guardia, sino síntoma patológico de psicosis delirante y agresiva que requiere internamiento y tratamiento psiquiátrico, eso sí con todo el respeto y la compasión posibles. Y no el apoyo absolutamente sancionable de los de Vox (en nombre de la «libertad de expresión») y la sonrisa casi cómplice del PP, quitándole importancia como si fuera una travesura de abuelos apegados a sus batallitas. Sólo que esas «batallitas» fueron de una guerra civil, españoles contra españoles. Seguir mencionando, requiriendo, sosteniendo los mismos dislates pútridos que llenaron de sangre y lágrimas a este país en el primer tercio del pasado siglo, con decenas de años más de miserias y revanchas, es más que una barbaridad, es un trágico error que puede tener consecuencias atroces para unas generaciones que, con escasas excepciones, apenas balbucearían cuatro palabras si les pidieras que te hablaran de una guerra llamada «civil». «Nos queda muy lejos», te diría ese nieto de 18 años. No sabe cuán cerca estamos de repetir las mismas equivocaciones. Aunque la marcha del mundo, en muchos aspectos muy mejorable, ya no permitiría semejante desatino. Al menos eso queremos creer muchos de los de las generaciones que superan los 50 que hemos visto «que la cuna del hombre la mecen con cuentos…/que el llanto del hombre lo taponan con cuentos…/ que el miedo del hombre ha inventado todos los cuentos…/ y que ya sabemos todos los cuentos». Gracias por prestarme tus versos, León Felipe.


Alberto Díaz Rueda – Periodista y escritor