Al igual que nos pasa con frecuencia con Estados Unidos o China, Turquía ha vuelto a decepcionar a los europeos, especialmente a su élite política y mediática, ávida de la derrota de uno de los personajes más incómodos y difíciles de explicar desde la óptica europea, Erdogan.

Denostado a partes iguales, tanto por los mal llamados progresistas como por los de la otra punta del iceberg, la derecha trumpista o como queramos llamar al conglomerado de nacional populistas, ya sea por su carácter autoritario, su conservadurismo o por su tendencia islamista, Erdogan ha sido capaz de desagradar a muchos, excepto a los más importantes, al pueblo turco, que le ha dado más de veinte años después de iniciar su mandato, el mayor número de votos que ha recibido nunca jamás, aunque se vea obligado a ir a una segunda vuelta con altas probabilidades de victoria.

Turquía es un país apasionante, un actor imprescindible a lo largo de la historia y en la actualidad. Es uno de los lugares donde más difícil se me ha hecho preguntar por su situación política, ni siquiera en Marruecos o Cuba he tenido esa sensación. Erdogan ha sido un mandatario polarizante, en 2016 sus seguidores derrotaron un golpe de estado en horas. En el mayor intercambio de miedo que se recuerda en los tiempos modernos. Aunque los militares salieron a fuego y sin piedad a tratar de derrotarlo, en pocas horas fueron literalmente humillados, arrodillados e incluso azotados, por una masa enardecida que respondió al llamado de los imanes leales a Erdogan que clamaron a través de los altavoces de las mezquitas, especialmente en Estambul, de la que se suele decir con atino que sería la capital del mundo si este tuviera. Para cualquier persona que siga medianamente la actualidad, son imágenes imposibles de olvidar, soldados rindiéndose a mansalva en los puentes intercontinentales con el Bósforo como testigo. Europa entonces parece ser, que no se dio por enterada de que el nuevo sultán era un hueso duro de roer que tenía millones de seguidores dispuestos no ceder un milímetro.

Erdogan se define a sí mismo y con orgullo como un turco negro, uno de los de abajo, un vendedor de simit, el pan turco tradicional, que sabe batirse el cobre. Aunque un tanto paradójico, Turquía vive un episodio más de la lucha de clases y muchos de los más desposeídos sienten que la van ganando y que lo hacen porque es Erdogan quien manda, en contraste con los turcos blancos, los de las telenovelas, los laicos, los que mandaron durante décadas a través del poderoso brazo del ejército y que dejaron en la cuneta a muchos que volvieron en millones a través de Erdogan. Seguimos tropezando con la piedra de querer ver el mundo solo a través de nuestras gafas. Y redundado en las paradojas contemporáneas, diferencia entre imagen y realidad, Erdogan imagen de señor de la guerra, Josep Borrell imagen de gran negociador. Realidad, Erdogan apostando por el dialogo en Ucrania y Borrell actuando como un vulgar señor de la guerra, estemos prevenidos, no todo es como aparenta.