Día vigésimo quinto de aislamiento. Una Semana Santa extraña y de calles vacías. Tambores en los balcones. Y días extraños de nubes a caballo entre inviernos y veranos, con paréntesis en blanco.

A veces para conectarse de verdad hay que desconectar de todo y de todos, empezando por los teléfonos móviles, tabletas, ordenadores, televisiones, radios y demás dispositivos. Lo digo con conocimiento de causa, y en ese sentido este tiempo de aislamiento ayuda a reflexionar y a profundizar en lo que es uno mismo; en lo más profundo de su mente.

Dicen que el ser humano está compuesto por infinidad de capas culturales que se han ido sumando como la pátina del tiempo a las obras de arte. La evolución (involución en algunos casos) ha hecho de nosotros, pobres humanos, una suma de estratos y circunstancias que a veces poco tienen que ver con lo que éramos cuando nacimos, en todos los sentidos de la palabra.

Cuentan, sí, que nuestro cerebro tiene una parte reptiliana movida por los impulsos más básicos, otra parte que rige por la emotividad, que es la que nos da la capacidad para empatizar (que sin embargo brilla por su ausencia en ciertas personas) y por último, desde hace tiempos más recientes, una parte analítica, que es la que nos permite sopesar qué es lo que nos conviene y lo que no, cosa que a veces no tiene que ver necesariamente con la información que nos envían nuestros sentidos.

Alinear esos tres cerebros es, posiblemente, algo que no hacemos todos los días. A veces cada uno de ellos va hacia un frente diferente y la traducción más inmediata es que por esos tres vectores, tirando cada uno en una dirección, nos paramos primero, y nos rompemos después. A menos que los alineemos, como decíamos antes.

Estos días podríamos hablar de nada y hablar de todo. La tentación de caer en los lugares comunes del virus y la gestión de la crisis sanitaria y económica es grande, créanme. Pero me interesa más ver cómo las circunstancias nos llevan a lo que decía al principio, esto es, a conectar con nosotros mismos para aprender a ponernos en otros lugares, en otras ropas, en otros zapatos…

En ocasiones sentirnos solos, sin ruido, produce angustia. A mucha gente le ocurre. El ruido, la interferencia, acalla la parte trágica del ser humano. Acalla y evade como si fuera opio. Adormece el cerebro básico de los impulsos. Atonta también la parte sentimental y la analítica. Ya llegarán otros días en los que pensar, o en los que seguir adormecidos.
En otros momentos, sin embargo, el silencio se torna paz, y el humo de ese opio externo se disipa para hacernos ver con claridad, y nos ayuda a priorizar y a priorizarnos.

Todo depende de lo que decidamos hacer con esa ausencia de todo que nos deja desnudos frente al espejo. Lo que queramos modelar de él. El ritmo que le queramos imprimir.
Hay momentos en los que incluso el ruido, si es monótono, deja de percibirse, y lo interiorizamos como una parte más de nuestro ser más silente e introvertido. La interferencia, como las noticias, se anula a sí misma. Es entonces cuando muere de éxito. Y entonces el sentido común tiene por fin una leve oportunidad de salir a flote.

No es el aislamiento lo que nos ahoga ni la herramienta que nos salva. Somos nosotros mismos y nuestra voluntad. La pregunta, queridos amigos, es: ¿Qué tienen ustedes: ruido o silencio?

Feliz semana, y a más ver.

Álvaro Clavero