¿Son ustedes conscientes, queridos lectores, de que se han convertidos en esclavos digitales? La pandemia mostró la falacia de la presunta comodidad y eficacia del teletrabajo. Los que sufrieron en sus carnes y mentes el obligado «invento» de la nueva era, se percataron de que habían desaparecido las fronteras entre lo laboral y lo privado; se anuló en la práctica virtual la legal limitación de las horas de trabajo diario y de los descansos semanales; la gente se encontró con el jefe o directivo carismático atentando contra su intimidad a base de «whats up» o «e-mails» con la mayor impunidad. Y en estos momentos, la soberbia tecnológica ya ha convertido en obligatorio y necesario un artefacto, el móvil o el Smartphone, gracias al cual el panóptico que ideó el filósofo Jeremy Bentham a fines del siglo XVIII para las cárceles de la época, vigilancia total desde el anonimato total (serás vigilado en todo momento sin jamás ver a los que te vigilan) se ha difundido y entronizado en el mundo entero como el grillete vital, individual y espía que no sólo aceptamos sin rechistar sino que lo deseamos y nos entregamos a él. Aún sabiendo que no sólo es una ventana voluntaria de nuestra intimidad abierta a ojos e intereses mercantiles, políticos o sociales sino una forma sutil de esclavizarnos y estupidizarnos.

¿Saben hasta qué punto el poder de concentración necesario para un trabajo o labor determinados se ha debilitado desde la población infantil y adolescente hasta los jóvenes y adultos diigitalizados, sometidos a un stress permanente de llamadas de atención?

Esto no es un ataque cavernícola al progreso. Se reconocen sin duda las ventajas y adelantos, el enorme crecimiento en rapidez y comodidad para la obtención de datos y comunicaciones. Eso es indudable e inatacable. Lo que nos preocupa a muchos es la carencia de límites, de una ética personal y social aplicable al uso y disfrute de lo digital, pero también la garantía de que ese uso y empleo por las corporaciones, los Gobiernos y las empresas son éticamente correctos. Sin olvidar a los delincuentes particulares: la pesadilla de los «hackers» no ha hecho más que empezar).

Y falta algo más: una educación desde la enseñanza primaria que nos vaya desvinculando de la dependencia casi patológica a los móviles. Y a un mercado del entretenimiento y la comunicación que ya nos afecta desde la infancia. Necesitamos límites y normas honestas y legales que frenen el deterioro y dependencia cognitiva que promueve la «infocracia digital».

Alberto Díaz Rueda. LOGOI