Si Max Aub levantara la cabeza y escuchara al vicepresidente del Gobierno español -de supuesta izquierda- llamando «exiliado» a un presidente de la Generalitat depuesto por razones legales, huído tras conculcar las leyes españolas y dedicado en un retiro dorado en Bélgica a denigrar al país y su Gobierno (al cual pertenece el señor Iglesias), el gran novelista volvería a su tumba con el corazón más amargado aún. Tal y como están los corazones de todos los que hemos estudiado el exilio español causado por nuestra incivil guerra.

En los lejanos años 80, el que suscribe, hacía un peregrinaje literario por el camino del exilio de Antonio Machado. Debía llegar al pueblo rosellonés de Colliure para presentar mis respetos a los restos del poeta que descansan en el cementerio municipal. Me habían encargado un libro, mitad ficción, mitad reportaje, sobre los últimos días de D. Antonio, en febrero de 1939. Había huido de Barcelona en enero, acompañado de su madre enferma, Ana Ruiz, de su hermano José y la mujer de este Matea Monedero, atravesando Cataluña hacia la frontera francesa. Machado había llegado a Barcelona en abril de 1938, se alojó durante unos días en el hotel Majestic, rodeado de refugiados tan ilustres como León Felipe y José Bergamín. Más tarde se alojó en la torre Castanyer, un palacete rodeado de jardines. En enero de 1939 abandonó la ciudad. Hasta el dia 26 al anochecer no llegaría a Portbou, donde atravesó a pie la frontera entre otros miles de españoles. Esa noche durmió en un vagón de tren abandonado.

Tras las torpes comparaciones de Iglesias, he repasado mis apuntes de aquel largo camino del exilio republicano que quebró tantos cuerpos y hundió a tantas almas españolas. A mi entender, esa «boutade», más que desprecio e indignación merece ser ignorada y castigada en las urnas cuando llegue el momento (por dentro me queda, viejo socialista sin carnet, una pena honda). En desagravio de aquellos exiliados, dedico este logoi a don Antonio, y a aquel nostálgico verso escrito en un papel arrugado, que una vez fallecido, se encontró en un bolsillo de su chaqueta: «Esos días azules y este sol de la infancia». Otros de sus versos fueron proféticos: «Y cuando llegue el día del último viaje / y esté al partir la nave que nunca ha de tornar, / me encontraréis ligero de equipaje, / casi desnudo, como los hijos de la mar».

Alberto Díaz Rueda