En los muchos años que he residido en China he desarrollado una gran simpatía por el Taoismo, que es un modelo filosófico ajeno a lo religioso. La filosofía china siempre ha estado bastante alejada de la experiencia religiosa. Ha crecido ajena a la idea budista de que el sufrimiento del mundo es inevitable, y también de la necesidad de la redención por causa del pecado original del hombre. Tanto la naturaleza humana como todo lo que la rodea, son elementos en los que se debe confiar. Si no confío en la naturaleza, no puedo confiar en mí mismo. Si no confío en los impulsos de mi naturaleza, no podré aceptarme a mí mismo. Sin embargo, la concepción del mundo no es un camino de rosas: etapas de orden y caos, de felicidad y tristeza, de esperanza y melancolía, se alternan para conformar una vida donde no cabe el aburrimiento. La aceptación de que todo comparte la misma esencia no supone pensar que todo camino que encontremos en la naturaleza va ser beneficioso para nosotros. Hacer del tiempo nuestro aliado significa correr riesgos: no hay caminos preconcebidos, y por ello la libertad implica un riesgo. Pero sin riesgo no existe libertad.

A partir del idealismo propio de la Ilustración el mundo es un conjunto de elementos externos que el sujeto debe controlar y someter. Esta separación entre sujeto y objeto es básica para entender la forma en que el hombre occidental vive en el mundo e interpreta dicha experiencia. En contraposición, el pensamiento taoísta ve el mundo como algo inseparable de nosotros mismos. El arte de vivir se parece más al arte de navegar que al arte de la guerra. Lo importante no es conocer las técnicas para vencer al otro, ni establecer una dialéctica de dominio del hombre sobre la naturaleza. Muy al contrario, lo importante es conocer el curso natural de los acontecimientos, aceptar los procesos de crecimiento y decadencia, adaptarse a las estaciones y a los cambios que nos trae la vida. Para ello, el sabio no se coloca en la cima de la montaña, donde está expuesto al escrutinio y la crítica de todos. Prefiere el valle, el lugar más bajo, por donde el agua en su fluir crearía su cauce natural. En lugar de la dureza y la rigidez de la piedra, prefiere la ductilidad del agua. El agua escoge siempre el camino del menor esfuerzo, se adapta a todo cuanto toca, escoge el punto más bajo. Así el sabio perdura gracias a esa humildad que le hace ocupar el lugar menos visible, que le hace tomar la acción que es menos violenta en el curso natural de las cosas.

Para Confucio hay un orden moral en el universo, y tao es el término que designa la manera en que debe organizarse la sociedad. Los taoístas enfatizarán la integración del ser humano en la naturaleza, mientras que los confucianos no entienden la vida humana si no tiene esta dimensión social, de manera análoga a Aristóteles. Es decir, el hombre es social por naturaleza. Para Confucio el tao describe la correcta vida en sociedad, esto es, la cooperación de todos para el beneficio mutuo basada en la virtud natural de la benevolencia. Por tanto, hay un tao del cielo, que describe el orden natural y moral del universo, y un tao de los hombres, que vendría a describir el modo de vida humano correcto. Por el contrario, para los taoístas sólo habrá un único tao, el del universo, pues privilegian la relación del hombre con la naturaleza frente a su relación con otros hombres. Es interesante señalar que tanto taoístas como confucianos consideran que la sociedad está corrompida y, por tanto, aleja a los seres humanos de su naturaleza original. Los confucianos propondrán recuperar la vida social tradicional que idealizan, con sus ritos, su música y sus costumbres. Mientras tanto, los taoístas proponen un abandono de la vida social para recuperar una vida en comunión con la naturaleza, igualmente idealizada. Son tiempos de cambio, tiempos de guerra civiles entre estados que hablan una lengua común, tiempos de progreso técnico y transformación social. «Ojalá te toque vivir en tiempos interesantes», se decía como maldición en la antigua China.

Lao Zi, el fundador del Tao, y su principal interprete y creador de su filosofía Zhuang Zi nos han dejado obras fundamentales, que en Occidente han sido la base de un pensamiento anarquizante. Zhuangzi anticipa una concepción anti teológica y no providencialista de Dios. El hombre experimenta el mundo en soledad. Experimentar el mundo significa experimentar el tao. La experiencia humana comienza y termina en sí misma, pues cuando está en armonía con el Cielo refleja el mundo como un espejo. No hay interpretación posible más allá de la experiencia. Vivir de la forma más plena significa suprimir metas y deseos, alcanzando así la plena libertad. No hay ningún dios limitante, ninguna ley universal grabada en piedra que ponga límites a esta libertad. Cuando se respeta el curso natural de los acontecimientos, la vida acaba ordenándose a sí misma de una forma espontánea.

Uno de los ejes temáticos del Zhuangzi es la distinción entre utilidad e inutilidad. Varios textos inciden en esta idea. Unos leñadores se encaminan al bosque y pasan delante de un árbol gigante. Los aprendices le preguntan al maestro como puede pasar de largo sin prestarle atención. Por qué no hunde su hacha en él para derribarlo y aprovechar su manera. El maestro leñador les dice que el árbol es totalmente inútil, que su madera es demasiado débil para hacer con ella herramientas, demasiado porosa para construir una barca. Si se hiciera de ella una columna, se llenaría rápidamente de insectos. Es, por buenas razones, un árbol inútil. Esa noche el leñador sueña con el árbol, que le recrimina por llamarle inútil: ¿Cómo se te ocurre hablar de inutilidad? Desde el punto de vista de un árbol, ser útil es como tener una enfermedad terminal. La inutilidad es la mejor virtud que puede tener un árbol. Si fuera útil para nuestros propósitos, ya me habríais talado hace muchos años. Mira al resto de árboles a mí alrededor.

Cuando a nuestro alrededor se viven experiencias que son noticia en nuestros periódicos, recuerdo al árbol inútil. Pensando en los sucesos de Motorland, una página del Guang Zi me recuerda una lección del Tao para afrontar los problemas y que son advertencia para los que gobiernan. Dice así: «Los poderosos de la antigüedad atribuían todas las ganancias al pueblo, y todas las pérdidas a sí mismos; atribuían todo el bien al pueblo y todo error a sí mismos. Por eso cada vez que se producía algo inconveniente se retiraban para buscar la falta en sí mismos. Hoy en día no proceden así. Hacen más pesada la responsabilidad y castigan a la gente incapaz de afrontarla. Alargan los caminos y ejecutan a los que no alcanzan la meta. Cuando de ese modo la gente llega al fin de su ciencia y de su fuerza, se dedican al engaño. ¿Como puede esperarse que no engañen los súbditos si los gobernantes engañan todos los días?». Veo la realidad de las empresas publicas aragonesas, que en un altísimo porcentaje pierden mucho dinero, y dudo que la solución pase por el castigo a los que fracasan y no por el cambio de los poderosos.

Antonio Germán