Observo con preocupación cómo alguna gente de mi generación se ha apuntado a la moda de seguir teorías conspiratorias.

Somos una generación a la que nos ha tocado de pleno una crisis económica, el comienzo de lo que parece ser otra y, atónitos, hemos asistido a multitud de casos de corrupción. Algo que también han vivido generaciones anteriores que lo tuvieron, incluso, más difícil. Sin embargo, las anteriores generaciones se unieron para protagonizar y organizar huelgas generales y una exigencia mayor de los derechos comunes, manteniendo el sentido del deber.

Pero a lo que íbamos. Supongo que será porque es más cómodo intentar cambiar el mundo desde el sofá, pero dudo mucho de que las nuevas generaciones estemos mejor informadas que las anteriores. Y lo digo porque en las sociedades democráticas -que es cierto que no todas lo eran- la prensa ejerce un papel de contrapeso muy importante. También ocurrió en España en los años 70. El problema es que muchas personas creen estar bien informadas prescindiendo de leer o tener en consideración el rigor que un medio de comunicación, sea cual sea la línea editorial, imprime en cada uno de sus artículos. Se prefiere en muchos casos «informarse» a través de Twitter, que no deja de ser un lugar en el que por un lado tenemos a los lectores que principalmente buscan reafirmarse y por otro generadores de opinión que en algunos casos sí que exponen opiniones veraces y bien intencionadas y en otros solo buscan fomentar teorías disparatadas. Desde «terraplanistas» a personas que opinan que el hombre no llegó a la Luna, revisionismo histórico… Y mil y una corrientes más que cuentan con miles de seguidores y que se creen cualquier cosa que les diga un influencer o Iker Jiménez y a los que me imagino portando un gorro de aluminio pero que sin embargo cuestionan el rigor de un medio de comunicación. Es por ello que desde aquí digo públicamente que no me gusta Twitter. Lo considero una colosal herramienta de desinformación y distracción que fomenta además la dispersión informativa.

Javier de Luna