Se viene hablando del concepto de la España Vacía, o Vaciada, como un problema de primera referencia fruto de la concentración de la población en las ciudades. Cada vez más porcentaje de población vive en ciudades y, por tanto, cada vez menos personas viven en el medio rural.

Lógicamente esta situación genera profundos desequilibrios en cuanto a vertebración del territorio y, como en cualquier espiral de crecimiento o decrecimiento, las tendencias se aceleran de forma más que proporcional a medida que avanza el efecto.

La realidad de la despoblación es dura, y no podemos mirar hacia otro lado con vagos compromisos generalistas como los realizados durante los últimos años, porque la realidad se impone a las buenas intenciones.

Las medidas que se han puesto en marcha para tratar de evitar o frenar la despoblación lo que están generando son, en muchos casos, barreras de entrada de nuevos pobladores a actividades ligadas al sector primario. Para que se asiente más población y, por tanto, haya crecimiento en los municipios rurales, pueden pensarse en tres formas: que vuelva población de las ciudades al medio rural, que aumente la natalidad (y esté por encima de las tasas de mortandad) y con inmigración de personas extranjeras.

Se requiere de políticas públicas, las políticas públicas se sufragan con impuestos, y he aquí el gran impedimento de la España vaciada: todos entendemos que hay que abordarlo, pero a la hora de la verdad, las medidas que requerirían atajar de raíz el problema implican reformas fiscales, más recaudación y más gasto público para mejorar las condiciones de vida de personas que no viven todavía en nuestros pueblos y que hay que motivarlos para que lo hagan.

Los nuevos pobladores del medio rural, si es que queremos tener un medio rural más poblado, deben sentirse en igualdad de condiciones que las personas que vivan en las ciudades, mismos servicios, y mismas posibilidades de desarrollo personal y profesional.

Y esto nos obligará a repensar y reformular las actividades humanas que se desarrollan en los entornos rurales; es decir, debemos replantear de qué forma aprovechamos los servicios ecosistémicos para contribuir a los modelos de sociedad que se requieren para que las familias vuelvan a los pueblos.
Que nadie se deje engañar, que nadie se haga trampas al solitario: ni el turismo rural, ni la agricultura y ganadería han conseguido frenar la despoblación por sí solas. Estas actividades son imprescindibles, tal vez la agricultura y ganadería sean las actividades más importantes y estratégicas que se desarrollan en un país, pero con esto no es suficiente para mantener vivos nuestros pueblos.

Para que los pueblos sigan teniendo aliento vital hace falta romper las cadenas del conformismo y de la costumbre, impulsar desde un fuerte consenso político y social la actividad industrial, energética y de servicios cualificados, y favorecer la disposición de vivienda y la acogida de familias extranjeras.

Se requiere que los habitantes de las ciudades se solidaricen y contribuyan al crecimiento de los pueblos, no solo volviendo a la casa familiar dos veces al año con el ansia de encontrar lo que hemos perdido en las ciudades, sino asumiendo que la España Vaciada está en la situación en la que está como consecuencia de que, nosotros, los urbanitas, tenemos la vida que tenemos.

Por desgracia, el gran dilema de la España Vaciada es que quien va a determinar su destino no vive su realidad: quien más enarbola banderas en su defensa aspira a encontrar los montes, campos, calles y praderas sin gente, sin industria, sin cobertura, sin actividad económica.

No existirá futuro para nuestros pueblos sin un fuerte compromiso de todos los miembros de la sociedad por revivirlos, rejuvenecerlos y feminizarlos y una altura de miras elevada de nuestra clase política. Nuestros pueblos necesitan un gran cambio ¿estaremos a la altura?

Jesús Alijarde. Economista. Director general de IBERSYD