Generalmente se considera como «pueblos primitivos actuales» a aquellos grupos humanos que no han pasado de la Edad de Piedra, o a lo sumo de la Edad del Bronce. Son reductos de gente, escasos en número, que viven en lugares inhóspitos para nuestra especie, desplazados por la presión de otros grupos más belicosos, o absorbidos en buena medida por este engendro que llamamos la «Civilización Occidental». Se les llama primitivos, pero en realidad, bajo mi humilde punto de vista, quienes realmente apenas hemos evolucionado somos nosotros. O más específicamente, somos los que más hemos involucionado, lo cual significa que hemos ido hacia atrás hasta llegar a un punto más bajo incluso que el de nuestro punto de partida como especie.

Y es que vivimos rompiendo las más mínimas reglas de equilibrio con el entorno, y en medio de un desconocimiento absoluto de los seres que nos rodean. Apenas sabemos distinguir un árbol de otro, un pájaro de otro o un pez de otro. Mucho menos si tienen alguna propiedad medicinal o por el contrario pueden resultar un peligro para nuestra salud, en el caso de tantas plantas venenosas que ornamentan nuestros parques públicos.
Creemos, con gran soberbia, que los animales están ahí para producirlos como quien produce cuchillos o procesa kilos de sal. Como si fueran robots o combustible refinado a partir del petróleo. Como si las granjas fueran refinerías. Y aunque en cierto modo seamos por naturaleza seres depredadores, depredamos sin el más mínimo respeto y sin equilibrio alguno.

Mucho se plantea el problema del calentamiento global. Otro tanto se habla del problema de los plásticos y las basuras. Pero ni se llega a mentar que más que eso el problema somos nosotros y nuestro número que crece y crece de manera exponencial. Se hacen cálculos de los miles de millones que habrá en el planeta azul de aquí a unos años. No se dice, sin embargo cómo frenar ese crecimiento limitando la natalidad y cómo limitar nuestra propia expansión cual remedo de virus.

Pero el problema está, perdura y lo que queda bien patente es que a mayor número de humanos, menor cantidad de recursos y más alto número de especies extintas de otros seres vivientes. Jamás un grupo humano que habita en la selva desde hace cientos de generaciones eliminará un animal de más o recolectará una planta que no vaya a utilizar ni se cebará en una especie de animal o planta hasta provocar su completa extinción. Pero nosotros sí lo hemos hecho.

Estos grupos, que por desgracia se van topando (y contaminando) sucesivamente con la mal llamada civilización, lo quieran o no, son el reducto más puro de lo que deberíamos ser y no hemos sabido lograr, tal vez porque no hemos querido.
Y no hablo de vivir en taparrabos en medio de la selva, no. Me refiero al espíritu que puede compartir un bosquimano con un tuareg o con un sami. A ese espíritu que teniendo los mismos sentidos que nosotros ve mucho más y escucha mucho mejor que cualquiera de nosotros. A esa riqueza mental y sensorial que es capaz de interpretar señales que avisan desde el cambio del tiempo hasta cualquier catástrofe natural mucho antes de que otros lo podamos detectar.

Esa gente, esa buena gente, es la auténtica heredera del planeta, porque como muy bien saben ellos, la tierra no es de nadie. Más bien al revés. Somos nosotros quienes le pertenecemos al terruño. Feliz semana, amigos, y a más ver.

Álvaro Clavero