En estos días mi padre, Salvador Magallón Lizana, habría cumplido cien años. Con este motivo, quiero tener un recuerdo para él, ejemplo de una generación que se está apagando y que me permite, aprendiendo de su experiencia, hacer un alegato contra la guerra. Pertenece a esa generación a la que la confrontación fratricida que sufrió España de 1936 a 1939 le rompió la juventud. A mi padre todavía le tocó ir a la guerra. Sin haberlo deseado ni elegido, a los dieciocho años se vio obligado a coger un fusil y empezar a disparar contra otros inocentes como él. Durante siete años, que podrían haber sido los más felices de su vida, se vio secuestrado y envuelto en penurias, fue herido, retirado del frente y vuelto a reincorporar hasta el final de la contienda. Después, tres años adicionales de servicio militar en La Coruña, por haber estado en el lado republicano. Por ser de Alcañiz, le tocó defender la República que había sido votada por una mayoría del pueblo español. Y más tarde, vivir con el estigma de los perdedores. Ni antes ni después de esta traumática experiencia, fue partidista.

Pese a todo, tuvo una vida larga y feliz. Ya pocas personas lo recordarán, aunque en sus años de plenitud era muy conocido y querido. Alimentado por los dos amores que le daban vida: el que profesó a nuestra madre, Carmen Portolés Cortés, correspondido durante 66 años y el que profesó a su pueblo, Alcañiz, vivió hasta los 94. Cuando la gente no tenía coche y viajaba en autobús, él vendía los billetes en las oficinas de Automóviles Bajo Aragón. Y aún antes, fue cobrador en esos mismos autobuses, viajando durante años en las rutas de Montalbán, Teruel y Zaragoza. Los autobuses, entonces, eran espacios de socialización y de relación, y ese trabajo le permitió conocer a mucha gente de toda la comarca.

Mi hermano Salvador recordará, como yo misma, las historias que se contaban en casa de nuestros abuelos. Relatos de la guerra: bombardeos, muertes, exilios, sufrimiento. Por eso mismo, hemos crecido pacifistas. Para que aquello no se repita. Por eso también, tiene sentido este sencillo reconocimiento a nuestro padre, un hombre machadiano: bueno en el buen sentido de la palabra bueno, que pasó por la vida sin recibir ningún homenaje. Y que por la dignidad que proyectó a lo largo de su existencia merece al menos éste.