La pandemia ha dado un empujón colosal al mundo digitalizado, a la virtualidad existencial, a la conciencia informática de cuanto hacemos, pensamos o decimos. Nos pasamos en general, y como mínimo, cinco horas al día enganchados a algún tipo de pantalla y de teclado. Y como «España es diferente», queda añadir que el «diferente» se inclina más hacia lo reprobable y/o simplemente malo, que hacia la excelencia en lo bueno. Y para redondear, estamos alcanzando la excelencia en lo malo. Si les sirve de consuelo (a mí, no) es una característica que compartimos con muchos otros países. Una particularidad nuestra es que, al contrario que en el resto de la UE, creo que somos el único país al que le falta regular los contenidos audiovisuales y controlar los mensajes de odio, racismo, sexismo y violencia en los medios y en la Red por un organismo independiente de Gobiernos y grupos de presión de todo tipo. Hubo un intento de controlarlos en 2010, con un Consejo Estatal de Medios Audiovisuales que nunca entró en vigor porque cambió el partido en el poder (y no señalo a ninguno). Me consta que hay sendos Consejos con cierto -poco al parecer- control en Cataluña y Andalucía. En España como totalidad, se incumple la legislación obligatoria europea sobre este crucial asunto: de ahí la sinfonía de los horrores de mala educación, insultos, amenazas y críticas desalmadas en programas, aquelarres deformativos e incluso discursos políticos, en los que se hacen alabanzas a la violencia con la mayor impunidad. La existencia de un supuesto control por la llamada Comisión Nacional de los Mercados y Competencia (CNMC) es un «saludo al sol» en la mayoría de los casos. Lo tristemente cierto es que no tenemos la legislación normativa adecuada y su correspondiente organismo porque empresas y lobbies de lo audiovisual se negaron a ello en nombre de una supuestos «principios de la libertad de empresa». Ni Jonathan Swift se hubiera inventado algo así.

Pero esto es sólo una de las caras del problema Inquisición 3.0. La otra es el uso que está haciendo -y sobre todo que se hará, si nadie lo remedia- de toda esa estructura comunicativa y relacional del mundo digital del que somos siervos (y sin protección alguna). No sólo se ha instituido un sistema prácticamente incontrolado y dotado de alta inmunidad de insultar, zaherir, hundir, despellejar, levantar falsedades y dictar sentencias durísimas sin pruebas de unos ciudadanos contra otros (desde el anonimato a menudo) y crear campañas de desprestigio y condenas «a la picota» capaces en unas horas de destruir prestigios o carreras de políticos, actrices o actores, escritores, poetas, artistas plásticos, bailarines e incluso científicos en nombre del dogma «wake» («despierto») en los países anglosajones o de los defensores del purismo («su» purismo) sexual, racial o político: autodesignados sumos sacerdotes de la ortodoxia. Es la Inquisición 3.0.

El problema que tenemos en estos tiempos enigmáticos y sorprendentes -una época puente entre dos culturas socioeconómicas, costumbres y estilos de vida tan diferentes entre sí como la noche y el día- es que el invento del mundo digital y sus facilidades y esclavitudes ha creado, bajo el manto protector de lo que llaman «la libertad de expresión», el advenimiento de la Laica Inquisición. Ésta se ha revelado mucho más dañina que la medieval, ya que afecta a todo el planeta, a todas las personas y sin una Institución visible y determinada que la controle. En ésta también suele haber ganancia directa o indirecta de tipo económico a causa de los desafueros y persecuciones que se perpetran impunemente. En bastantes ocasiones es gratuita en todos los sentidos de la palabra.

Segunda faceta: control ciudadano de seguridad (dicotomía libertad-orden). La imitación del «paraíso» chino: seguridad comunitaria controlada por el poder. Sistemas de reconocimiento facial en todas partes que no sólo controlan físicamente a los ciudadanos. Están conectados a potentes ordenadores estatales que, a través de algoritmos en bucles de auto enriquecimiento de datos, no sólo dan noticia de quién es cada cual, sino de lo que posee, sus cuentas bancarias, negocios o propiedades. También de lo que hacen o pretenden hacer y, a través de gestos o actitudes, lo que «piensan» que está bien o mal («mal» es aquello que se sale de la norma oficial de lo que «está bien»). Con la minuciosidad china por los detalles, el referido patrón de» big data» podrá puntuar a los ciudadanos, según sus actos se consideren positivos o desafectos al régimen. Una multa de circulación puede llevar al algoritmo correspondiente a sellar al culpable como irresponsable o nocivo para el sistema, con lo que su libertad de movimiento, su posibilidad de tener un crédito o una vivienda quedará gravemente comprometida.

Ni Orwell imaginó algo así. Y nos les hablo de un argumento literario distópico. Esto es real y es nuestro presente. Un grupo de intelectuales y científicos españoles ha escrito una carta abierta al Gobierno pidiendo que se nombre una comisión de investigación para que se regule los sistemas de reconocimiento y análisis faciales ya existentes. Como ven no estamos tan lejos.

Alberto Díaz Rueda – Escritor y periodista