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A veces las noticias se escapan del Telediario y nos golpean con su brutal realidad: creíamos que algo así no podía pasar aquí.

Posiblemente no hay lágrimas suficientes para llenar el vacío que ha dejado Ismael. No hay palabras de consuelo para tanto dolor, tanta tristeza y tanta impotencia como la que debe sentir Gema.

Quizás deberíamos en este momento guardarnos para nosotros la indignación y la rabia, y simplemente acompañar el duelo con un silencio respetuoso, con un abrazo callado.

Pero quiero escarbar en el diccionario de los comportamientos humanos, y buscar explicación a la inseguridad machista que acaba con vidas inocentes. Sé, las conozco, que hay otras formas de violencia entre quienes creyéndose superiores, carecen de otro recurso que la agresión, pero no es el momento de los argumentos, sino de los sentimientos.

Es cierto que la violencia machista está detrás de muchas puertas y ventanas cerradas, instalada en miles de pequeños gestos de cada día que estercolan y alimentan el odio que crece, precisamente donde antes hubo amor, y que paradójicamente procede de quien dice que nos quiere y protege.

Como decía Nelson Mandela, el odio no es natural, es un comportamiento aprendido, porque nadie nace odiando a otra persona por su género, su color de piel o su origen. Y, de la misma forma que se enseña a odiar, se puede enseñar a amar: la cuestión es que los adultos tenemos que reconstruirnos y desaprender lo aprendido con la cultura de la competitividad excluyente, el sexismo, el etnocentrismo, el egocentrismo, y hasta en los videojuegos de guerra o las series de Netflix, rechazando las raíces de la violencia que han crecido en nosotros mismos. Y tenemos que educar en la aceptación del conflicto y la búsqueda de soluciones colaborativas.

Sólo desde el amor que engendra la vida, podemos, y debemos, denunciar todos los hechos de violencia, movilizándonos en una red de colaboración que no permita ninguna forma de agresión, de control, de superioridad o primacía de un ser vivo sobre otro: no hay necesidad básica del ser humano que justifique y legitime humillar, herir, golpear, pegar o matar. Hay que ser activos para que nuestra prudencia y discreción no sean cómplices de la opresión y del sufrimiento, porque el silencio de la gente buena hace peor a la mala gente. Acostumbrado a ayudar, a superar las dificultades y los obstáculos, el gesto valiente de Ismael, se ha hecho verbo entre nosotros, un ejemplo a seguir.

No es justo que las mujeres salgan con miedo a la calle, que reciban mensajes policiales de autoprotección cuando únicamente quieren divertirse como cualquier persona; no es justo que las mujeres vivan con miedo en su hogar, el espacio que debiera brindarles seguridad. No es justo que se dañe a las mujeres donde más le puede doler, en la vida de sus propios hijos. Nada de eso es justo, pero para cambiarlo no hay soluciones políticas, ni cambios legislativos, que nada saben de emociones: el cambio real está en ti, en mí, en ser nosotros mismos ese cambio que queremos para el mundo, renunciando a creer que no hay más razón que nuestra verdad, rechazando la comunicación violenta y aceptando al otro como es, sin querer cambiarle a nuestra cómoda conveniencia.

Hoy, Ismael, la tristeza no me deja pensar con claridad; quisiera decir tantas cosas, pero los pensamientos se me enredan entre tanta pena. No puedo devolverte como quisiera los juegos que te quedaron por jugar, los libros pendientes de leer o los amigos con los que hablar, reír o llorar; pero hoy sí puedo, Ismael, levantar al cielo la mirada y en esta noche cálida buscar una nueva estrella y comprometerme con ella, contigo, a seguir soñando que es posible un mundo mejor, en el que tú hubieras sido un gran actor.