El pasado sábado escuché una reflexión que me gustó mucho. Si abandonásemos por un momento las pantallas del teléfono móvil y cogiéramos cada uno un libro, un libro iluminado por una ténue velita, el mundo se iluminaría tal vez más que lo que está ahora.

Reconozco que para mí las bibliotecas tienen algo de sagrado. Son sitios donde impera el silencio, un silencio reverencial. Es como si una vez traspasado su umbral los confines del tiempo dejasen de tener sentido. Y allí, los bibliotecarios adquieren la pátina de sumos sacerdotes, conocedores de todos los secretos custodiados, individuos que han vivido muchas vidas a través de la magia del papel.

Porque entre los miles de páginas que atesoran hay historias y pensamientos sobre los que podemos volver una y otra vez. Porque recogen un trocito del alma de quien escribió sus líneas. Porque su olor, el olor que desprenden papel y tinta juntos es el olor del hogar y la tranquilidad, y la paz.

Definitivamente no sería posible vivir sin esos libros, y las bibliotecas; incluso también las librerías, sobre todo si son «de viejo», se asemejan a preciosas cámaras del tesoro; a la cueva de Alí Babá y a la Fortaleza de la Soledad en la que se refugiaba Clark Kent cuando necesitaba curar su alma.

Todas las historias que nos han hecho soñar y crecer, de un modo similar al que lo han hecho esas series míticas de los 80 que también se refugian ahí, son todo lo que se necesita para estar en paz con uno mismo, y para conquistar una parcela imperecedera de felicidad. Mucho mejor que Radio Ga Ga. Mucho mejor que Netflix o cualquier otra plataforma, por mucho que sean dignas de admiración.

Decía un autor de la Roma clásica que una buena biblioteca y un jardín eran todo lo que necesitaba un hombre para ser considerado rico y afortunado. Por supuesto hay muchas más cosas, como el amor de la familia y de la pareja, pero desde un punto de vista un poco más material creo que el escritor estaba en lo cierto.

Fuera hace calor. Sigue haciendo calor aunque las hojas del calendario se tiñan de hojas doradas y nos digan que ya es otoño. Y aunque los días sean cortos cualquiera caería en la tentación de pensar que, al igual que en la línea ecuatorial, el verano aquí es eterno. Porque está siendo muy largo. Tremendamente extenso e incluso inabarcable.

Demasiado calor no es bueno para los libros, pero tampoco para los dispositivos electrónicos que pretenden sustituirlos. Sin duda, pese a las ventajas del gigabyte sigo pensando que el papel y la tinta han sido un invento mejor. Tal vez más perdurable, más independiente de la electricidad omnipresente. Más asequible que el más barato de los ordenadores. Y sobre todo más personal.

No seré quien critique el mundo digital. Pero sí quien defienda y valore el mundo táctil de los libros. Feliz semana, amigos. Y a más ver. Hasta dentro de siete días.

Álvaro Clavero