La celebración de los últimos comicios viene a confirmar lo que parece haberse convertido en una máxima en nuestro país: ganar las elecciones no es sinónimo de gobernar. Cuarenta años hemos tardado los españoles en darnos cuenta de algo que, en otros países europeos, consideran habitual. La ausencia de mayorías absolutas ha obligado a los partidos políticos a emplearse a fondo para lograr los apoyos que les permitan acceder al poder.

Ante esta situación han surgido las primeras voces que alertan de la posible ingobernabilidad que se avecina en numerosas instituciones como la DGA. La falta de capacidad (o de experiencia) por parte de los dirigentes de los partidos políticos está llevando a una situación de bloqueo institucional, llegando a plantearse la posibilidad de repetir elecciones.

Como ocurre siempre que los políticos no están de acuerdo con los resultados obtenidos, se tiende a culpabilizar a la fórmula electoral. En este caso, la supuesta culpable es la Ley D´Hondt, de la que todo el mundo habla, aun cuando son pocos los que saben qué es realmente o cómo funciona. A grandes rasgos, la Ley D´Hondt es la fórmula electoral empleada en la mayoría de las elecciones de nuestro país mediante la que se traducen los votos en escaños. La misma fórmula que se empleaba no hace tanto tiempo, cuando los partidos eran capaces de lograr mayorías absolutas. Parece, por tanto, que la responsabilidad de tener las cámaras legislativas más fragmentadas de nuestra democracia no recae sobre la fórmula, sino sobre los ciudadanos. Son ellos quienes han puesto fin al bipartidismo y quienes, con su voto, envían un mensaje claro a los políticos: si quieren acceder al poder deberán hablar y negociar entre ellos.

No obstante, la posible ingobernabilidad que se avecina ha llevado a muchos a defender la necesidad de abandonar las fórmulas proporcionales (como la Ley D´Hondt, a pesar de las críticas que le acusan de ser poco proporcional) para adoptar un sistema mayoritario. La diferencia entre ambas familias de fórmulas puede simplificarse en que, si bien en las primeras los escaños se distribuyen entre los distintos partidos en función del porcentaje de votos obtenidos, en las segundas el partido más votado se lleva la totalidad de los escaños de la circunscripción. Así pues, las fórmulas distributivas son más representativas en tanto que se ajustan más al voto emitido por los ciudadanos, mientras que las fórmulas mayoritarias favorecen una mayor gobernabilidad.

Todas ellas son igual de democráticas, de hecho, países como Reino Unido o Francia emplean fórmulas mayoritarias, y los resultados obtenidos aplicando unas u otras, igual de legítimos. Toca, por tanto, reflexionar si preferimos tener Parlamentos más representativos o más gobernables.

En mi humilde opinión, prefiero que nuestras Cortes y ayuntamientos reflejen con la mayor precisión posible la diversidad de la ciudadanía. Corresponde a los políticos aceptar el mandato de sus votantes y negociar entre ellos para llegar a las mayorías necesarias. Hemos vivido durante mucho tiempo creyendo que la democracia se limitaba a emitir el voto para que un partido resultara ganador. Llevará tiempo cambiar nuestra cultura política y asumir que la democracia también implica sentarse en la mesa con partidos que defienden políticas distintas a las de uno para llegar a acuerdos que nos representen a todos.