Con esto del confinamiento me doy cuenta de que me miro más al espejo. Estando sólo en casa es el único lugar dónde veo a una persona, a no ser que mire por la ventana y espere un rato.

En el espejo de mi pasillo descubrí que tengo silueta de prócer. Prócer es, según el diccionario de la RAE en su segunda acepción: «persona de la primera distinción o constituida en alta dignidad»; y por tanto, digo yo, persona digna de ser recordada con una estatua; alguien eminente, vamos, como ocurre en Aragón con don José de Pignatelli, que tiene estatua en el parque de su nombre en Zaragoza; el que bordea al Paseo de Cuellar y llega casi hasta el Canal Imperial de Aragón, del que el prócer fue impulsor definitivo.

Curiosa la familia Pignatelli: aragonesa con origen italiano; de ocho hermanos uno santo S. J. y otro -también eclesiástico- prócer e ilustrado. Son cosas que todavía podían ocurrir en el siglo XVIII.

Uno no es consciente de su curva abdominal hasta que se mira de perfil en un espejo; pero desde niño- tengo que confesar- lo era yo de la de don José de Pignatelli y Moncayo, y se debía a haber mirado la estatua (obra del escultor murciano Antonio Palao, de cuerpo entero y tamaño más grande del natural) que le dedicaron en su ciudad. Vista de perfil destaca sobre manera la curva (algunos la llaman de la felicidad) que presenta con mucha dignidad el docto canónigo aragonés y que a mi me impresionaba mucho. Y es esa, y no la logarítmica de las estadísticas de la Covid 19, la que he visto hoy en mi pasillo. Estando encerrado tantos días me asalta también la sospecha de que pueda convertirme en caníbal. Me explicaré. Tanto ensimismamiento e introspección ¿podría llevar a eso? No les parecería ninguna locura si conocieran la inquietante y juvenil novela de un hijo de caspolinos, Luis Moreno Caballud, titulada ‘Temblor de un día’, en la que un eminente filosofo se va rebanando un glúteo para después degustarlo a la plancha. Espero que mi confinamiento no me lleve a tal acto de autofagia, pero ¿quién sabe qué puede pasar en el futuro si ni siquiera los expertos del Gobierno lo saben?

No puedo dejar de recordar aquí, ya que nombré la novela de su hijo, el fallecimiento reciente de Ramiro Moreno Chiral, muy amigo de mi hermano Vicente, casado con Merche Caballud Albiac y a los que muchos recordaran cómo profesores, de matemáticas y de Literatura, respectivamente, en Caspe o Fraga. Las cosas se trenzan de forma curiosa, y una columna es un texto propicio para reseñarlas con afecto. El abuelo materno de Luis era panadero y vecino de mi abuelo Manuel, y contaba mi madre cómo, teniendo 14 años y estando asustada, la libró de los requiebros de un miliciano en aquellos días de Julio de 1936 que fueron para Caspe de miedo y tragedia.

Una ‘cuarentena’ de más de cuarenta días es propicia, también, para recordar todas estas cosas, aparentemente sin importancia.

Alejo Lorén