Como todo lo bueno y bello de esta vida, Montoro de Mezquita (Teruel) es una pequeña joya guardada en un estuche dorado. Celosamente la custodian como oro en paño, gigantes que velan por ella de noche y de día para que no se la lleven. El Guadalope la mima: le lava la cara, le hace la manicura, la pedicura, le hidrata la piel con sus pócimas para que se mantenga guapa y joven. El río, con los siglos le labró en la roca un maravilloso anillo y le puso por nombre «Los estrechos de Valloré». Con ojos asombrados, por allí pasan cientos de montañeros al año para contemplar lo que el amor puede suscitar en el corazón de un río enamorado. A través de un estrecho sendero a una pared subido con una sirga de acero, se llega a un hermoso otero: «mirador de Valloré» apodado. Desde allí se divisa un mar de cuchillos blandiendo el viento, muertitos de celos todos ellos. Ella descansa tranquila al fondo de un barranco en donde la carretera dice hasta aquí llegué y punto, ¿para qué quiero más? Y se estableció y se echó a vivir para siempre. A través de un túnel aduana se penetra en su mágico mundo, donde los problemas se dejan en la entrada y se va ligero de equipaje. Sobre el bosque de las hadas, la ermita de San Pedro no cesa de mirarla con los ojos embobados y le dice cosas bonitas y ella se sonroja y se maquilla y se pone su mejor vestido de domingo para gustarle. ¡Ay! Se nota que Montoro de Mezquita es feliz, porque la felicidad embellece. Hace crecer las flores, los árboles, la hierba y te ensancha el corazón cuando está contigo. Por lo menos, eso fue lo que yo sentí, cuando estuve el otro día a su lado.

Venancio Rodríguez Sanz. Correo del lector