La pandemia es un síntoma, no la enfermedad causal. El origen de la pandemia podríamos llamarlo «sistemadémico» y está jerárquicamente por encima de la Covid 19. Hunde sus raíces en la debacle económica de 2008 y goza de buena salud, creciendo en poder de forma directamente proporcional a los estragos del virus global. Cuanto más nos hunde a todos el virus, más se enriquece el sistema, seguramente ajeno él mismo al hecho incontrovertible de que está cavando su propia tumba, junto a las nuestras. La estructura epidémica del «sistemadémico» es un cuadro de enfermedades o afecciones entrelazadas y aparentemente ajenas entre sí, que se producen de forma crónica o en recidivas, todas ellas provocadas por elementos dinámicos relacionados con las desigualdades sociales, la pobreza, el racismo, el sexismo, el desempleo, la caída imparable de las clases medias, el paro juvenil, el exterminio de las especies y los recursos del planeta en aras de un consumismo y una producción sin límites, la pérdida de confianza y descrédito de los poderes políticos, la manipulación capitalista de la ciencia, la falta de líderes que no hiedan a populismo y la globalización de las grandes fortunas al margen de los Estados… Éstas son las que conforman en esencia la figura paradójica del Mago de Oz que, detrás de las instituciones, disfrazado y anónimo, mueve los hilos sistémicos del Poder.

Como la Covid, el virus sistemadémico se propaga globalmente, tiene un origen incierto pero indirectamente relacionado con el mismo origen del coronavirus: la ciega osadía de un sistema de explotación de la Naturaleza en todo su abanico vital, al servicio de un estilo de vida nefasto en el fondo, y muy deseable para la limitada parte del mundo que lo disfruta. La fiebre conspiranoica se queda corta y los conspiramaníacos yerran en sus culpables, siempre atentos a buscarlos en las víctimas propiciatorias más odiadas por tales mentes obtusas que se dan en abundancia desde tiempos inmemoriales. Y así señalan a los judíos -o los árabes- los forasteros e inmigrantes, los curas y últimamente los chinos o Bill Gates. Decía Chesterton que «la falsedad nunca es tan falsa, como cuando casi, casi, es la verdad». Y en el caso de la Covid, todas las teorías conspiratorias son falsas porque sin saberlo apuntan a la verdad que hay tras el espejo: los nuevos virus nacen de los excesos de la industria agroalimentaria: gripe aviar, de los visones, o de oTros animales de granja o asilvestrados. O provienen de la eliminación de hábitats boscosos que afectan al mundo animal (Amazonas, Borneo, Australia…), causando los SARS -cuyo primer caso se declaró en Vietnam en 2003- y otros virus habituales, pero últimamente más frecuentes. Su propagación -en un mundo globalizado- empieza a afectar de forma preferente a unas sociedades estratificadas, con grandes núcleos de pobreza y aislamiento social y sanitario…y corrientes negacionistas por doquier, alimentadas por la ignorancia o la mala fe.

Todos estos problemas parecen aislados, sin relación alguna entre ellos, excepto su simultaneidad. Unamos el auge de los populismos, las revueltas a pie de calle de jóvenes irredentos en las llamadas democracias, el descontento y los temores de la gama de clases medias. Para ellas se cumple lo del refrán, «padre jornalero, hijo caballero y nieto pordiosero». Y nadie parece poder remediarlo. Si reflexionamos un poco, veremos que no es una cuestión conspiratoria; que nadie, por su género, raza, sexo o pobreza es «culpable» de ello, sólo son víctimas. Hay que mirar más alto y más lejos: es el sistema que, obligado por su insaciable sed de beneficios, mantiene una expoliación constante de recursos humanos o naturales. Y tanto los líderes populistas como los demócratas inclinan la cabeza ante ese Poder omnímodo que no tiene rostro, ni dirección postal, ni sede conocida, pero cuyos tentáculos abarcan las grandes multinacionales, los trust financieros e industriales, allá donde se esconden las cuevas de Aladino de la riqueza desorbitada y la desorbitada falta de ética. ¿Conspiramanía? Más bien los juegos de sombras de un titiritero que se mueve al son de la flauta del mejor postor. ¿Se puede hacer algo al respecto? Podemos pensar como John Keines que «cuando parece que va a suceder lo inevitable, aparece lo inesperado».
Personalmente confío en la resiliencia (esa fuerza de adaptación y capacidad de resistencia del ser humano frente al desastre o la hecatombe) de los que logren superar las dificultades de todo tipo que seguramente nos acosarán. Y sobre todo confío en que la razón, la solidaridad, la ciencia y la técnica y, por último pero no menos importante, el afán de superación y libertad del ser humano hagan emerger una forma de vida, un estilo de relación y cooperación global del hombre hacia los otros seres vivos del planeta y hacia la propia Gea, la madre Tierra, que en última instancia nos salve de un Holocausto definitivo. Ya hay mentes formadas y alimentadas por ese tipo de ideas e ideales, científicos, filósofos, economistas, hombre de cultura y conocimientos, pero también hombres y mujeres de toda clase, nacionalidad y oficio, con una sensibilidad abierta a ese sueño de una humanidad integrada a través de un principio: somos temporales inquilinos de un Hogar cósmico del que vivimos y al que hay que cuidar y respetar porque formamos parte de él.

Alberto Díaz Rueda – Periodista y escritor