El ingreso mínimo vital es una medida socialmente justa y necesaria, regulada por el decreto ley del 1 de este mes, que afectará a 850.000 familias de este país, lo que supone a 2,3 millones de personas, lo cual tiene un factor positivo añadido, ya que no deja de ser una inyección de liquidez al consumo que beneficia a los mercados de proximidad y pequeños comercios de barrio.
De momento ya se ha anunciado que 255.000 personas cobrarán de oficio la renta mínima a partir del 26 de junio. Se trata de 75.000 hogares que percibían la ayuda por hijo a cargo, prestación que será sustituida por la nueva en el caso de que la cuantía de la que percibían fuera igual o menor. La Renta Mínima Vital (RMV) supone a su vez una serie de efectos laterales que complican la ya de por sí asfixiante situación económico-social que ha aumentado exponencialmente el virus SARS-CoV-2. El primero, que somos el país europeo de mayor índice de paro (sólo por debajo de Grecia) y con una precariedad de contratos temporales del 25%. En algunos casos es como regalar los pescados en lugar de enseñar a pescar.

Dos, la existencia de una escasa ética social que causa el fraude en las subvenciones. Añadamos el efecto perverso de no incentivar el trabajo en los muchos que consideran que es mejor vivir así que haciendo cola en las oficinas de empleo.

Tres, la necesidad de centralizar el régimen de ayudas sociales de comunidades, municipios e instituciones en una tarjeta identificativa única y obligatoria, para impedir que unos pocos «espabilados» cobren dos o tres ayudas y otros muchos, menos «listos», ninguna. Por mucho que ya se dicten los castigos a esas actividades delictivas. Sería mejor prevenir que curar.
Y cuatro, este criterio social tan benemérito debería estar incurso en una estructura compensatoria de tipo laboral (salvo en los casos de enfermedad o imposibilidad física o psíquica del beneficiario) que favoreciera el empleo en cualquier aspecto que se precise (desde el agrario, a la mano de obra de empresas de servicios y bienes básicos creadas o gestionadas desde la Administración nacional, local o municipal). Podría ser una oportunidad para incentivar la creación de empresas ligadas al mundo rural que redundaría en beneficio de la España vacía (que tiene suficiente y desaprovechado territorio agrario que, bien organizado, podría constituir una «despensa» nacional de alimentos naturales y cubrir dos aspectos básicos: el empleo y buscar la autosuficiencia alimentaria. Y en las ciudades, la contraprestación iría desde cuidar abuelos, hasta descongestionar juzgados o escanear documentos, digitalizar oficinas, escuelas e instituciones, o la simple y necesaria limpieza pública. Plantear cursillos de formación y trabajo inmediato acorde con la prestación percibida, aunque sea un par de días a la semana, o unas horas diarias.
Todo lo expuesto evidentemente no desmerece la legitimidad de la Ayuda Vital, pero si se debería regularizar y racionalizar la prestación con criterios de eficiencia social. Lo que según el Gobierno, es un «salto en decencia» tiene, como era de esperar, sus detractores (como el señor Aznar, mentor áulico de la derecha) piden temporalidad a esta norma de ayuda ya que muestra al mundo una España endeudada que trata de paliar con ese gesto su ineficacia política y económica. Esos comentarios constituyen una curiosa falta de memoria histórica, pues el Gobierno del PP perfeccionó la venta del país al «libre mercado» neoliberal. Dislate que inauguró Felipe González con su «reconversión industrial » y las cuotas agrícolas y ganaderas compensadas por subvenciones a granel. «Vaivenes» de la política hispana.

El «salto de decencia» promovido por el Gobierno merece el aplauso de la sociedad, pero también la conciencia crítica de que se debe articular en un sistema que evite los riesgos apuntados, incluida la «falta de decencia» de algunos beneficiarios. Como diría Gracián, «hay que llegar a este tipo de asuntos tras mucho pensar y organizar, pues es más fácil evitar el peligro que salir bien de él», ya que «los inteligentes dejan mucho camino libre antes de los momentos críticos: hay mucho que andar de un extremo al otro y hay que mantenerse en el centro de la cordura».

Alberto Díaz Rueda – Escritor