La pandemia y la señora Díaz Ayuso han puesto de relevancia -y la infatuada dama ha banalizado – un concepto humanístico básico de gran calado y que ha creado controversias (y manipulaciones) de distinto signo: la libertad. Se trata de un derecho natural potencial que ya desde antiguo se convirtió en derecho positivo -entonces sólo para algunas personas y clases sociales- para pasar a ser global con el corpus jurídico de la «Carta Internacional de los Derechos humanos», pasando por la «Declaración Universal de los Derechos humanos» de 1948, con sus antecedentes de 1789. Aunque el proceso histórico actual lo siga cuestionando.

Su libertad, señora Ayuso, consiste en tomar una cervecita cuando uno lo desee, en callejear sin miedo a tropezarse con su ex, en morirse antes de tiempo en residencias para mayores en estado crítico, en una sanidad, educación y contaminaciones varias necesitadas de remedio, en saltarse las medidas sanitarias de rigor, que -acertadas o no- forman parte de obligaciones legales impuestas por las circunstancias y que todo el mundo debería acatar por solidaridad.

La libertad no se basa únicamente en que el poder no interfiera en el desarrollo de potencialidades e iniciativas individuales, sino que no se nos someta a situaciones de abuso o carencia que deben estar resueltas y garantizadas por el gobierno democrático. El «populayusismo» se salta a la torera, a cambio de sus banales «derechos», las carencias que existen respecto a la sanidad, educación, vivienda, trabajo y derechos sociales. Desdeñando la solidaridad y las obligaciones exigibles en una sociedad respetuosa con la igualdad y el justo equilibrio entre todos los ciudadanos, basadas en la responsabilidad que tenemos unos respecto a otros, sin desentendernos de nadie.

Esto es utópico en las mal llamadas «democracias liberales», que proponen un tipo de falsa libertad que nos enreda en el bucle de autoritarismo neofascista o el trumpismo. Actitudes políticas que hacen presa en una sociedad frágil y mal formada e informada. De ahí esa minoría de ciudadanos vociferantes, que nos recuerdan la pesadilla «guerra civilista». ¿A qué esperan los políticos para intervenir con firmeza, sentido común, honestidad y vocación democrática?

Alberto Díaz Rueda