Hace más de un año dediqué mi columna al hecho de haber encontrado libros en un contenedor. Hoy he vuelto a encontrarlos (en este caso escolares) en un punto de recogida de residuos. SI extrapolo estos hallazgos con el que hice hace años de las ‘Memorias de un sesentón’, de Mesonero Romanos, podría llegar a la conclusión de que la sociedad actual considera los libros «residuos a reciclar».

Actualmente el libro, excepto el de bibliófilo, no se valora. Los libros de bibliófilo, sean incunables, primeras ediciones o rarezas, se consideran no por su contenido, sino por su valor en el mercado. Yo trato también de valorar un libro por lo que hay escrito en él; entonces lo mismo puede interesarme el editado en una fecha que en otra si la letra es visible, no se desprenden las hojas, o el papel no se deshace como un barquillo.

No hace mucho un muchacho que acompañaba a su madre en una librería y al que se le veía muy aburrido me contesto «No soy de leer» cuando le dije «¿por qué no te distraes ojeando alguno?». Ahora los libros aburren, aunque todavía siga la costumbre de leerlos durante las vacaciones. Está claro que asistimos a un cambio de costumbres. Mientras los padres aún disfrutan de las bibliotecas, a los hijos la letra impresa les parece algo obsoleto. Ellos apuestan por la consulta electrónica.

Parece ser que, desde que los libros están volcados en Internet, se tiran con ligereza; y todo porque ocupan espacio. Si, es cierto que lo ocupan, y mucho, pero ¿cuanto espacio no hay en viejos conventos, casonas, palacios, o antiguas casas de pueblo, pasillos de edificio oficiales, etc, etc, espacios que podrían albergar librerías para pueblos, organismos, o estudiantes?

Lo que ocurre es que cada vez gusta menos leer porque requiere esfuerzo; cada vez tomamos como modelo de lectura los 240 caracteres de un tuit, y lo que lo excede parece farragoso.
Hoy -como decía al comienzo- encontré en un contenedor un libro de texto que pienso nunca sobra en una biblioteca, pues cada vez se estudia menos su materia. Es de la que es especialista Illa, el Ministro de Sanidad: de Filosofía, imprescindible para elaborar discursos coherentes en la materia que sea.

Me dirán algunos que tengo muy desarrollado el síndrome del filósofo mendigo de la linterna; y otros que los libros encontrados en la calle pueden estar infectados. Pero, digo yo, los manuales de bachillerato son muy útiles para recordar las materias que en su día estudiamos; y los virus pueden estar en todas partes. Mi amigo Ramiro Moreno (q.e.p.d.), gran matemático, y gran lector como su esposa, me pidió una vez que si veía aquellos viejos libros de matemáticas en los que estudiamos el bachiller en los 50, se los comprase, pues eran «en los que mejor venían explicados los conceptos elementales de aquella materia». Pues bien, recordando sus palabras, hoy recogí de la basura un manual de Filosofía; aún arriesgando la salud y que me vuelvan a llamar «Diógenes».

Alejo Lorén