Esta semana lo real ha alcanzado las más altas cotas de surrealidad. En Estados Unidos Trump pidió que parasen de contar los votos en cuanto no le favorecieran, y en España, que nos toca más de cerca la actualidad tampoco tiene desperdicio.

Ahora, en ciertas partes del país los niños no puedan educarse en castellano, que según la Constitución vigente es de uso obligado en todo el Estado, y es una lengua que todos tenemos el derecho y deber de aprender y usar a lo largo y ancho del territorio español. No importa que las futuras generaciones desconozcan la segunda lengua con más hablantes nativos del mundo. El objetivo es que nadie se entienda con nadie y se encierre en su dialecto o lengua regional y punto.
Tiene su lógica, no obstante. La división debilita, y a Pedro y Pablo, la versión 2.0 de los Picapiedra, que nos toca sufrir no les importa la fortaleza de su país, sino su propio interés. Como a Felipe V, un rey de origen galo que se hizo con el trono de España a cambio de trocear el Imperio y repartirlo entre las potencias enemigas, que para eso lo apoyaron. Un monarca que no se molestó en aprender una palabra de español en toda su vida (sólo hablaba francés) y cuyas únicas aspiraciones eran coleccionar relojes, practicar sexo compulsivamente y creerse en ocasiones una rana. Conocer los problemas de su reino no iba con él. Solucionarlos, todavía menos.

Ahora vamos un paso más allá en este mundo al revés: los gobernantes incluso los crean estimulando la crispación y la división: los trabajadores cierran sus negocios con el patrocinio del nulo apoyo gubernamental. Los terroristas como Otegui son definidos como «hombres de paz» por los vicepresidentes. A quienes cumplen con la Ley y hacen crecer la economía con su trabajo se les castiga, aumentándoles la presión fiscal y dificultando su emprendimiento. Y mientras, se apoya y premia a okupas, delincuentes y parásitos.

Éste es el país donde el dinero público se destina a subvencionar películas que hablan con obsesión de trincheras infinitas y guerras de hace casi cien años. Un país donde en vez de combatir una pandemia que nos está matando se le da más importancia a cambiar el nombre de instituciones, calles y plazas. Y a desenterrar muertos con todo el coste que conlleva. Con un dinero que no es del gobierno, sino nuestro, de los ciudadanos.

Pero si faltaba algún límite que superar, también se ha rebasado. Y para muestra ahí está, la creación de una censura en toda regla, nacida oficialmente para combatir las noticias falsas, que ahora no son tales, sino «fake news», que parece que por decirse en inglés mola más. ¿Pero cuáles son las noticias falsas? Pues al parecer las que no hablan bien del gobierno. Un gobierno que se define como «socialdemócrata», «progresista», «tolerante», «dialogante» y «solidario», claro que sí.
¿Dónde está el progreso en quienes sólo están anclados en 1936 y quieren instaurar lo que al fin y al cabo es una censura como la que se padeció con Franco? Me parece triste. Muy triste. Tan triste como la pandemia y su pésima gestión. Y es que ya lo decía don Quijote cuando definía a esta tierra: «País éste, amado Sancho, que destrona reyes y corona piratas, pensando que el oro del rey será repartido entre el pueblo, sin saber que los piratas sólo reparten entre piratas».

A más ver, amigos, y cuídense mucho.

Álvaro Clavero