¿Estamos perdiendo la cabeza o el sentido de lo que es justo, de lo que es racional o de lo que es lógico? Nuestro mundo está perdiendo los puntos de referencia, la seguridad relativa que nos daban las leyes o el estado de derecho, las buenas costumbres sociales, el respeto a la norma, a lo que es justo, a lo que siempre se consideró «lo correcto» en las relaciones humanas, comerciales o institucionales. Ahora bajo la alargada sombra de la palabra «tolerancia» se está generando una serie de hechos y comportamientos que convierten la siempre respetable tolerancia en una «tolerancia inicua». La RAE define «inicua» como «contraria a la equidad, injusta, malvada»

Como muestra, tres problemas significativos ya que reflejan ese estado de cosas, situaciones injustas,  que podemos reconocer a diario simplemente leyendo los periódicos. Una señora, abogada jubilada, recibe llamadas insistentes de uno de esos bufetes o asociación de presuntos juristas carroñeros que con charla  leguleya, claramente intimidatoria, dicen representar a Movistar por una factura impagada. La supuesta deuda forma parte de un calvario burocrático nacido del deseo de mi conocida de cambiar de compañía telefónica. Tras pagar todos los recibos presentados por dicha compañía de imposible localización, presentar escritos por fax a ciertos apartados y advertir a los que llamaban de que se habían pagado los recibos y se presentaban los documentos pertinentes, cartas y documentos bancarios de pagos. Cada llamada era un diálogo surrealista. La historia volvía al principio, no había nadie que recordara nada de lo realizado ni parecía haber archivos que demostraran que la clienta estaba al corriente de pagos y reclamaciones.

La sensación de abuso, la indefensión del ciudadano ante una administración que permite esas prácticas fraudulentas es tan indignante como la que afecta al segundo caso que les expongo y que irrita a todos los interesados. Un ciudadano corriente, propietario de un piso en Barcelona, lo alquila a alguien que presenta papeles de solvencia irreprochables. Al poco tiempo, el piso se convierte primero en uno de los ilegales habitáculos turísticos que abundan en la ciudad y después es «okupado». Hay altercados con los vecinos y la administración municipal  interviene. Los que alquilaron el piso han desaparecido y están en paradero desconocido. El atribulado ciudadano pide a la policía que desaloje a los ocupantes ilegales del piso. La policía argumenta que no pueden hacerlo: hay normas de protección que ampara a esos individuos y es preciso iniciar un proceso judicial que suele extenderse en el tiempo y en los gastos, sin resultado garantizado. Como guinda del pastel de estrés y desesperación del sujeto, el Ayuntamiento le amenaza con tomar medidas legales contra él si no arregla la situación.

Mientras, paralelamente, los desahucios de familias que no pueden pagar las hipotecas dispara las cifras de desalojos forzosos (5.757 ejecuciones en Cataluña el pasado año, 5.356 en la Comunidad Valenciana, por ejemplo). Sin  embargo a los okupas no se les puede tocar. En Barcelona se obliga, en caso de acuerdo con los ocupantes ilegales, a permitirles estar durante siete años más con un alquiler social, fuera de precios de mercado y que suele quedar impagado. En tanto, los propietarios son materia de sospecha en este sistema social de una «progresía» equivocada, de una «tolerancia» inicua.

 ¿Imaginó Kafka dislates tan absurdos? ¿Tienen idea los políticos que gobiernan del flaco favor que hacen a la democracia y al estado de derecho permitiendo estas «irregularidades», que alteran la buena conciencia del ciudadano responsable? ¿Es una invitación a la extrema derecha, los populismos y los autoritarismos políticos? Cualquier «salvador de la patria» se haría con los votos de muchos ciudadanos prometiendo que iba a acabar con los ocupas, con los abusos de las grandes multinacionales, con la indefensión del ciudadano ante poderes sin rostro al que recurrir. Lo cierto es que la gente está harta de sentirse desprotegida.

El tercer ejemplo, es el de los jóvenes delincuentes que se dedican al robo más o menos violento en las calles, buses y metro de grandes ciudades y últimamente incluso en las pequeñas o los pueblos; que son detenidos varias veces a la semana y llevados al juez, para salir el mismo día y volver a delinquir. Todo ello en nombre de la tolerancia.

La tolerancia es un bien democrático irreprochable excepto cuando se enfrenta a la intolerancia. Ambas no pueden existir juntas, es un absurdo flagrante, una contradicción insalvable, una vía de contagio entre las dos. La tolerancia no puede arropar asuntos en los que se subvierte la jerarquía de valores que estructuran la convivencia y la legalidad, la norma y las buenas costumbres. La tolerancia hacia las empresas abusivas o los sujetos «sin techo» que ocupan pisos reventando puertas (o usando argucias «legales»), o los jóvenes ladrones reincidentes, es un error «in esentia», ya que se cede ante individuos  que actúan al margen de la ley y contra los derechos de otros ciudadanos y ante el abuso o estafa comercial de ciertas empresas «protegidas». Volvemos a un mundo regido descaradamente por la fuerza, el poder y el dinero.

Alberto Díaz Rueda Alcalde de Torre del Compte