En 1697 el francés Charles Perrault fue el primero en recoger por escrito la historia de Caperucita Roja. Lo hizo para incluirlo en su colección de cuentos populares, consciente de que dicho relato era uno de los más desconocidos para la población europea pese a su origen popular como ‘cuento de hadas’ de transmisión oral. Luego, ya entrado el siglo XVIII, los alemanes hermanos Grimm escribieron su versión de Caperucita y de las andanzas con su abuelita y el lobo. Estos cuentos tenían una función didáctica y ejemplarizante; pretendían enseñar a los niños buenos comportamientos, actitudes y costumbres educadas, previniéndoles de peligros. Y la mayoría de las veces lo hacían metiéndoles el miedo en el cuerpo.

De la historia que narra Caperucita Roja -como de las de todos los cuentos- se han hecho numerosas interpretaciones por parte de pedagogos, psicólogos e incluso diletantes varios, algunas de ellas contradictorias. El cuento de la niña con capa y caperuza roja o encarnada, ha dado mucho de si; hasta frases hechas, como la que da título a la columna, expresión que se dice cuando alguien abusa en contar cosas que asustan, pero no son del todo verdaderas. Como ocurre con ‘Alicia en el país de la maravillas’, se interpreta la imaginativa historia como una manera velada de contar el paso de la niñez a la pubertad; en definitiva, del fin de la infancia y la llegada en las niñas de la menstruación; de ahí el color rojo sangre que la define y da nombre.

Hoy la mayoría de estos cuentos son «incorrectos» por racistas, machistas o clasistas; y algunos pedagogos tratan de no citarlos en las escuelas.

Si yo estoy ahora hablando de Caperucita Roja es porque mi lector caspolino más burlón lo sugería como asunto de mi próxima columna. Los lectores son imprescindibles en el menester de escribir: sin lectores ningún escrito completa su ciclo, por lo que es de agradecer que aunque sea de forma sarcástica alguien te haga una sugerencia, crítica u opinión.

Recuerdo que la revista humorística de la transición «Hermano Lobo» siempre terminaba diciendo: «La semana que viene hablaremos del Gobierno», y como era de esperar, nunca lo hacían. Y es que al personal -es decir, a los lectores- les gusta que se hable ‘del gobierno’, del poder, y ‘se le de caña’.

Si los que escribimos no lo hacemos se sienten frustrados, pues para ellos los que tenemos el privilegio de hacernos oír en medios de comunicación deberíamos ser sus portavoces; y se sienten decepcionados cuando no somos lo suficientemente críticos, listos, sabios o acerados en nuestro quehacer. Lo ven como falta de interés o compromiso; como que nos dedicamos a evadirnos de los graves problemas que tenemos que afrontar la mayoría de los ciudadanos día a día (ahora, el del precio de la luz, por ejemplo); y lo toman como que le ‘bailamos el agua’ al poder». Mereció la pena hablar de Caperucita.

Alejo Lorén. De cal y arena