Es inevitable. Nos encontramos en los últimos días de agosto y, aunque lo queramos evitar a toda costa, la llegada de septiembre acecha. Con sus despedidas, el final de las vacaciones y la vuelta a la rutina. Para los más románticos, entre los que ¡por qué no! me incluyo, este fin del periodo estival trae consigo una sensación melancólica en la que los recuerdos comienzan a proyectarse como si fueran fotogramas en Super-8.

Y es que, si pienso en las últimas tardes de agosto, inundadas por la luz de la hora mágica que anuncia que los días comienzan a ser más cortos, solo puedo pensar en una cosa: moras. Mis veranos siempre han estado marcados por una clara obsesión por estos dulces frutos. Inauguraba San Juan con el jugo de las moras negras chorreando por mis brazos y lo despedía apurando las horas antes de volver a Zaragoza llenando tarros de bayas de zarzamoras.

Impasibles al paso del tiempo, dulces y salvajes, las moras siguen marcando esos caminos infantiles que cada vez discurren entre más ruinas y zarzas. Se trata de un fruto tan delicioso que siento la necesidad de guardarlo, mantenerlo y así poder volver a saborear el dulce recuerdo durante todo el año. Por ello, septiembre arranca con una olla llena de zarzamoras, azúcar y un poco de limón para hacer mermelada.
Y esta sensación me lleva directamente a tararear la canción de la Ronda de Boltaña «Mermelada de moras»: «¡Si supieras que al comerla vuelvo a ver la casa en pie/ y en los labios de tu madre una gotita de miel! ¡Ojalá vivas bastante para descubrir por qué mientras unto mermelada tú eres mi niña otra vez!»
Así que toca volver a un dulce septiembre con los «recuerdos de amor» de la eterna mermelada de moras.

Isabel Esteban. Las cosas que importan