A la señora Pilar se le caía la baba cuando hablaba de su chico: «¿sabes que…?» Y no era para menos. Ella sabía de dónde había partido. Ella que para aumentar el dinero que entraba en casa recorría parte del pueblo vendiendo pan del horno de Telmo por las calles. Ella que sabía de silencios y de vacíos por cosas de la guerra. Los chicos no tenían la culpa y nunca, jamás, les hablaron de lo que pasó y de lo que les tocó pasar. Fue duro. Y les mandaron a la escuela a las monjas dominicas, el colegio del barrio, y cuando cerró, a Escolapios que tenía más fama, aunque hubiera que pagar un poco.

No recuerdo cuando empezamos a ser amigos. Vivíamos muy cerca. Tal vez en el colegio o en la calle, pero cuando pasamos a ser monaguillos de las monjas ya hacía tiempo que correteábamos y jugábamos juntos. Y el fútbol. El fútbol a todas horas. Nos daba igual la calle y dónde estaban las porterías. Si pasaba alguien nos deteníamos un momento y seguíamos jugando. Los coches no nos molestaban pues en el barrio de los almudines no había. Manolo tocaba bien la pelota. Yo le ganaba a correr.

Lo de seguir estudiando tras el bachillerato no podía ser. A la academia de Don Manolo a aprender mecanografía y contabilidad. Con eso y con su inteligencia natural, a trabajar. Los Milián y los Gil eran vecinos y con ellos empezó llevando las cuentas en la oficina. Y la suerte de los jefes y el esfuerzo de todos, el suyo también, hizo que la empresa de pequeña construcción creciera y se llegara a la enorme ALHOSA. Y Manolo seguía allí, con ellos, con los que había empezado. Había confianza y había demostrado que sabía crecer a la vez que la empresa. Durante años fue el gerente de la compañía más importante de Alcañiz. Pero él siempre prudente, jamás se le vio una ostentación ni un cambio en su carácter. Sus amigos continuaron siendo los de siempre.

El fútbol lo siguió practicando. Jugó en el Alcañiz y en el Calanda.  Y el fútbol tuvo la culpa de que los viajes al pueblo vecino se repitieran con más frecuencia de la cuenta. Y tanto va el cántaro a la fuente que se casó con la calandina, su apoyo siempre, en todo y hasta el final.

Le gustaba su pueblo, le apasionaba Alcañiz. Y colaboró en muchas asociaciones de todo tipo. Y entró en la política donde aprendió otros sinsabores y otras alegrías de la vida. Pero le gustaba. Mucho. Con su experiencia en la gestión y el conocimiento que tenía de la ciudad, no tengo duda de que hubiera sido un buen alcalde de nuestro pueblo.

Y llegó el maldito bicho, el cáncer. Y peleó y luchó y jamás se rindió. Como había hecho siempre, durante toda su vida. Y parecía que iba ganado, pero volvía. Y volvió.

La Señora Pilar estaba orgullosa de su hijo Manolo. Y yo también. Pero hay una cosa que no le voy a perdonar. La semana pasada quedamos en que en cuanto acabara este encierro del otro bicho, el del coronavirus, nos tomaríamos juntos un café. Y ahora lo tendré que  tomar solo.

José María Maldonado