Un joven de 23 años se dirige a las urgencias de un hospital público en nuestro país. Su aspecto es preocupante. Al médico de guardia le dice que no tiene ninguna enfermedad física. Pero está desesperado, con síntomas de depresión, angustia y trastornos agudos de ansiedad y manifiesta ideas suicidas recurrentes. El médico le prescribe un antidepresivo o un ansiolítico y decide pasarlo a la consulta de un psicólogo clínico o un psiquiatra. Le dan hora para dentro de un año. El colapso de los servicios de asistencia mental es notable en numerosas zonas de España. El suicidio, según las estadísticas oficiales, es una alarmante causa de mortandad en la franja de los 15 a los 29 años, después del cáncer y los accidentes y se agudiza fuertemente en la de los 40 a 64 años. Y, en todo caso, la falta de atención favorece que la patología se vuelva crónica. La red sanitaria pública carece de profesionales y medios para responder a este déficit de asistencia mental.
Decía Albert Camus que «no hay nada más escandaloso que la muerte de un niño o de un joven». Por encima de la anécdota humana -y su dramática abundancia- están las causas de esa pandemia de trastornos mentales: el estilo de vida de nuestra sociedad capitalista liberal, basada en el consumo y el individualismo extremo y, en los jóvenes, defectos de educación y de trato familiar, incertidumbre de futuro, competitividad creciente, expectativas utópicas, problemas económicos, frustración y sentimiento de abandono por el poder político y las instituciones. Sin embargo algunas de estas últimas, integradas en la Plataforma Nacional para el estudio y prevención del suicidio, están haciendo una buena labor de información que difunde la idea de que el suicidio se puede prevenir, no debe ser tratado como un estigma social y es una labor que nos concierne a todos. Lo cierto es que es un tipo de desorden psíquico que precisa atención directa y presencial: no se puede tratar indefinidamente con psicofármacos (cuyo consumo ha aumentado espectacularmente en España).
El suicidio es lamentable en cualquier edad –es una angustiosa demanda de auxilio que no tiene respuesta- pero se convierte en una tragedia de impotencia humana y social, cuando se trata de jóvenes y adolescentes. La muerte joven es mucho más que una terrible injusticia y desperdicio ético global, es un grito de agonía de un ser humano que aún no ha tenido tiempo de mostrar su potencial y un reproche candente que cae sobre una sociedad que no debería desatenderlo.
Si necesita ayuda: Línea de atención a la conducta suicida del Ministerio de Sanidad: 024.Teléfono de la Esperanza: 717 003 717
Alberto Díaz Rueda. LOGOI