Recién salidos del periodo más largo de estado de alarma que ha vivido nuestra democracia, tras casi cien días de confinamiento controlado y desescalado en los que se ha puesto a prueba la fortaleza de nuestro Estado de derecho y se ha comprobado la necesidad de reforzar el Estado social, es un buen momento para reflexionar. Desde lo común y desde lo individual.

El covid19 ha hecho mella en muchas personas y familias que han tenido que enfrentarse a la parte más dura de esta pandemia: la enfermedad, sus secuelas o la pérdida de seres queridos sin nisiquiera poder sufrir su duelo. Una emergencia sanitaria que ha puesto en jaque no solo a la sanidad, sino que nos afecta también, gravemente, en lo económico y social.

Una pandemia que ha demostrado nuestra vulnerabilidad, y también, como en todas las crisis, ha evidenciado la desigualdad que vive nuestra sociedad. No es lo mismo estar confinado con una tarjeta de crédito que te permita hacer la compra por internet, que confinado acudiendo a la cola del banco de alimentos; en una casa con jardín, que en un apartamento de 50 metros cuadrados; en Madrid, donde desplazarse era casi un deporte de riesgo, que en un pueblo de Teruel, donde el aislamiento impuesto por el Covid es casi su hábitat natural. Nuestras debilidades han resultado ser nuestras fortalezas.

El modelo de crecimiento económico y social por el que durante años han apostado los gobiernos de la mayoría de los países del mundo es centralista, basado en el consumo, los servicios y en monocultivos industriales, donde desarrollo económico y progreso ligaron intencionadamente con urbanismo y ciudad, y provocaron en consecuencia, el vaciado de nuestros pueblos. Eso, y la falta de inversiones. Aunque era necesario priorizarlas, se apostó por lo que entonces consideraron que era el progreso.

Un modelo económico y social que se ha demostrado insostenible, no solo económicamente, sino que ha afectado gravemente a nuestro planeta, provocando una emergencia climática que solo la derecha más retrógrada se atreve a negar. Esa necesidad de cambio en el modelo productivo, económico y social, que algunos colectivos, organizaciones o partidos políticos llevábamos años reclamando. Ha sido el Covid quien ha precipitado que tengamos que replantearnos y reflexionar sobre nuestra responsabilidad individual y de conjunto respecto a lo común, el modelo de sociedad que necesitamos para la propia supervivencia del planeta o el futuro de nuestras hijas e hijos.

El confinamiento ha puesto en valor la capacidad de acción y de respuesta rápida que han demostrado los pequeños municipios para adaptarse a las normas que el estado de alarma imponía. Los agricultores han desinfectando las calles, los pequeños comercios no han sufrido el desabastecimiento de los centros comerciales y los huertos nos han servido de despensa. Incluso muchas aulas de nuestros coles cumplen de sobra con las ratios exigidas para cumplir con la distancia social. Por una vez, ser menos no ha sido algo negativo.

Ahora muchos valoran lo que nosotros llevamos años disfrutando, pero también padeciendo. El déficit en recursos sociales e inversiones que viene sufriendo durante décadas el mundo rural es evidente. Siguen ahí, y habrá que seguir reclamando justicia territorial para poner fin a esa deuda histórica con nuestra provincia. Sin embargo, la salida de la crisis puede ser una oportunidad para el mundo rural si hemos aprendido que necesitamos lograr el equilibrio territorial para salir adelante como sociedad y como especie.

Marta Prades – Diputada de PODEMOS en las Cortes