Aún creo recordar aquel septiembre de 1965 con 10 años. Mis padres me metieron en el «correo» (autobús diario de la época que tardaba una hora en hacer 20 Km) a las 6 de la mañana para trasladarme a la ciudad, solo podría volver cada 3 meses por vacaciones. Salía de mi mundo donde todos hablaban chapurrriau, excepto en el colegio, en la iglesia o en el médico. Ahora llegaba a un internado sin salida. Este mundo dominante del castellano nos imponía el crear nuestros grupos afines de compañeros internos pertenecientes a los pueblos de los alrededores, mayoritariamente hablantes del chapurriau. Aunque distinguíamos nuestras diferencias fonéticas, éramos conscientes de nuestro mundo diferenciado y en el que nadie te regañaba por oírte hablar, como pasaba cuando nos esforzábamos con nuestro deficiente castellano del que nos costaba un montón entender sus conjugaciones verbales.

Uno era del lloc, otro del poble, otro de la vila. Uno dinave o brenave, sopave o cenave. Pero no sólo eran diferencias lingüísticas, también sabíamos que estábamos internos por nacer en un pueblo, no era casual que muy mayoritariamente no fuéramos hijos de médicos, ni de abogados, ni de empresarios, ni siquiera de maestros, los que habábamos en chapurriau. Los otros eran los que iban a sus casas cada día, comían bocadillos de tortilla en el recreo, hablaban siempre en castellano y a veces creo recordar que argumentaban las ventajas de su situación. Por eso, cuando regresé por primera ver al pueblo, para Navidades, me lancé a los brazos de mi padre con tanta fuerza que le provoqué el mismo impacto que una piedra en la cabeza.

En la actualidad muchos de esos niños y niñas vivimos en la ciudad, somos un gran número de sus habitantes, pero sólo hablamos chapurriau en ambientes muy reducidos y a veces con temor. Somos muchas familias las que procedemos, a partir de los años setenta, de pequeños núcleos como Torrevelilla pero que hoy en día los matrimonios con hijos y en muchos casos con los nietos, suman muchas personas. Agregando otra tantas familias de Belmonte, de Codoñera, Cañada, Ginebrosa, Aguaviva, Cerollera e incluso otras de pequeños pueblos limítrofes del Matarraña, formamos una colonia muy numerosa para tener en cuenta sus peculiaridades.

Hoy todavía subsiste cierto sentimiento de infravaloración, inculcado desde aquellos años y con el que hemos cargado. Sí, es así, hemos infravalorado tanto nuestra lengua que hasta muchos de nuestros hijos no la utilizan para expresarse habitualmente o lo hacen con un dominio de palabras castellanas o en algún caso catalanas, que lo empobrece. Sin embargo nos gusta oírles palabras en francés o inglés pero no luchamos por favorecer su expresión en chapurriau.

Me queda el consuelo de que en otras comarcas se ha conservado más puro nuestro Chapurriau. Siempre estamos a tiempo de luchar por él, pero partiendo de la realidad actual. No toda la evolución manifiesta aspectos negativos. La gran intercomunicación actual entre personas y poblaciones, conlleva peligros de otras lenguas dominantes, pero también permite un enriquecimiento hacia un futuro quizá más uniformizado de nuestra lengua, pero y siempre respetando los localismos, sí que el conocimiento y la relación favorecerán ese camino de continuidad y de valoración de lo nuestro.

Juan Segura Gil – (Torrevelilla) – El mundo del chapurriau