Existen las pasarelas de la moda y también la moda de las pasarelas (aparte de las de los aeropuertos y barcos); las primeras, sofisticadas y rebosando glamour y tontería, y las últimas, ahora populares, son las que permiten adentrarse cómodamente en desfiladeros, barrancos y paredes verticales rocosas que encauzan algunos ríos. Suelen ser metálicas y están ancladas en la roca. Los recorridos lineales donde se ubican carecen de finalidad educativa, pero contribuyen a generar en los usuarios un cierto sentimiento aventurero.
Las hay más discretas, de madera normalmente, y más estentóreas; más comedidas y más agresivas con el paisaje y la vista, alcanzando a veces un nivel de impacto inaceptable.
La moda de recorrer las pasarelas compite ventajosamente con la práctica del excursionismo clásico por senderos en la montaña y ha propiciado una cierta masificación humana en parajes secularmente poco conocidos y vírgenes. También compite con el barranquismo: si hay pasarelas, este, para bien o para mal, pierde su sentido en el mismo trayecto.
Al respecto surgen algunos interrogantes: ¿Se pueden instalar pasarelas en todos los desfiladeros más vistosos de Teruel, o habría que preservar algunos -o al menos una parte de estos estrechos y gargantas- respetando su estado natural primigenio? ¿Cuántas más pasarelas, mejor? ¿Cuál es su impacto sobre la fauna? ¿Todo el mundo hemos de llegar a todas partes? ¿Es necesario convertir fragmentos de la Naturaleza en parques temáticos para entretener a las nuevas generaciones? ¿Dónde fijar los límites? De entrada podemos considerar innecesarias algunas pasarelas que recorren a una determinada altura tramos de un río que siempre se han transitado por la orilla o por una vía convencional paralela (incluso una carretera). Si lo que se puede contemplar desde las pasarelas puede hacerse desde un mirador externo, nos las podemos ahorrar. Los estrechos y las cascadas también se pueden ver desde fuera, con respeto. No es necesario «meterse hasta la cocina» para disfrutarlos. No es necesario tocar la Gioconda, ni subirse a la punta de la aguja de la torre de la catedral de Burgos, ni meterse en las entrañas de la sima de san Pedro a mirar por una cristalera, ni meterse en la tripa del contrabajo de la orquesta, ni en medio del escenario a mediar entre Otelo y Desdémona. Tenemos mil oportunidades en la vida para tener experiencias directas y, en muchas de ellas, gozar de algún protagonismo. Pero no podemos pretender que un YO omnipresente sea la medida de todas las cosas, que un paisaje sin selfi no sea paisaje.
A la hora de abordar los beneficios económicos que puedan reportar estos recorridos a las poblaciones próximas, haría falta un estudio serio sobre la cuestión. Aparentemente, las personas usuarias llegan con sus automóviles, hacen el recorrido que les ha traído allí -una breve parada en el bar, quizá- y, misión cumplida, se marchan por donde han venido: no es necesario hospedarse en el pueblo, apreturas económicas aparte.
Esta introducción superflua de estructuras metálicas en el medio natural, no sometida a la pertinente Evaluación de Impacto Ambiental, se añade a otras en páramos, bancales, lomas y crestas: las centrales fotovoltaicas y eólicas, creando una sinergia tremendamente impactante.
Desde el Colectivo Sollavientos abogamos por la aplicación de criterios seriamente estudiados y sopesados a la hora de proyectar estas intervenciones, así como por la preservación de los parajes naturales, para que no pierdan un ápice de sus valores y su espectacularidad, y puedan disfrutarse sin aditamentos artificiales, prestos a brindar aprendizajes.
Gonzalo Tena. Colectivo Sollavientos