Stephen G. Breyer, juez del Tribunal Supremo norteamericano, razonaba una sentencia -sobre un tema que no viene al caso- con una frase que venía a decir que a veces hemos de tolerar lo superfluo y protegerlo, a fin de preservar e impulsar lo necesario.

Más o menos, el principio de aceptar el mal menor a fin de preservar un bien de categoría superior. ¿Eso es justo o injusto? Aristóteles sostenía que la justicia consiste en dar a cada uno lo que se merece. Kant y -en nuestros tiempos- Rawl, tenían una visión de la justicia ajena a cualesquiera principios morales particulares. Para ellos los principios propios de la justicia ya definen nuestros derechos, con lo que ésta no debería fundamentarse en ninguna concepción particular de la virtud o en cuál de las formas de vivir sería la más deseable. Ya que, según ellos, una sociedad justa respeta la libertad de cada uno para escoger su forma de vida.

Prescindamos de las complejas, contradictorias y discutibles razones políticas que han avalado la concesión de indultos en el enquistado asunto que todos conocemos. No son distintas a casi todas las que se producen en los últimos años en otros asuntos, pandemia, política energética, educación… que suelen ser cortoplacistas, de alcance y foco muy limitado y de un utilitarismo concentrado en el mensaje más que en el contenido, y en el mañana inmediato más que en un futuro por diseñar.

Si aplicamos la visión del viejo Aristóteles a lo ocurrido no llegamos a superar el cero patatero. ¿Se ha dado a cada uno lo que se merece? Si se conculca la ley en vigor, se aplica el castigo -quizá excesivo, eso no lo discuto- y después se anula la pena sin exigir propósito de enmienda y para mayor abundamiento se escucha de los sujetos condonados, de forma pública y reiterada, que no hay arrepentimiento y que hay voluntad de volver de violar esas leyes en concreto…supongo que aplicando la lógica más simple, la justicia ha sido ampliamente ignorada.

Pero es que si aplicamos las teorías de Rawl, tampoco la justicia queda bien parada. Ya que no se trata de una dicotomía entre principios éticos particulares y los principios jurídicos vigentes. La justicia respeta que ciertas personas aspiren a una forma de vida pública y estatal que implica una independencia de otro poder central al que en los últimos siglos han obedecido, de grado o por fuerza. Pero en el siglo XXI y en una democracia -como todas, algo «sui géneris», pero democracia estructural al fin encuadrada como tal en un conjunto de naciones organizadas en organismos comunes, esa disidencia no puede manifestarse por cauces no previstos en las leyes en vigor. Entiéndase pues, la justicia en un estado moderno democrático, acepta que exista una disidencia y tiene previstos una serie de procesos por los cuales se puede intentar a base de votos, plantear seriamente una alternativa.

Pero cualquier procedimiento que no sea el establecido por el ordenamiento jurídico conculca el principio básico de la justicia. Y aquí es donde se unen las visiones aparentemente opuestas de muchos pensadores en las líneas apuntadas. Por tanto para orquestar el escenario actual de una forma lógica y orillar una aplicación estricta de la justicia que en estos momentos sería contraproducente, propondríamos las siguientes premisas:

1.- Aceptemos que los indultos son la expresión de una visión política oportunista, pero con una vocación de fomentar un diálogo hasta ahora estancado.

2.- Consideremos como superflua la reacción y comportamiento de ciertos políticos -entre ellos los indultados– que han demostrado su escasa inteligencia política y su servilismo a los criterios cerrados de una minoría exaltada.

3.-Una vez aceptadas las dos premisas anteriores, sugerir una conclusión que podría sustentar la base de negociaciones posteriores: la necesidad de un acuerdo transversal de todas las fuerzas políticas estatales sobre no cuestionar la legitimidad de los deseos de una parte de la población de una comunidad a una secesión, pero todos los partidos se comprometen por igual a usar las herramientas políticas que proporciona el Estado democrático, cada parte en defensa de sus criterios, incluidas elecciones y consultas populares, bajo un denominador común: el respeto a la legalidad vigente.

4.- Por tanto se disuade formalmente a todas las fuerzas políticas -bajo normas estrictas de penalización inmediata- a emplear la violencia, la agresividad verbal, los insultos, el llamamiento directo o indirecto a alzamientos populares e incluso una regulación del derecho a manifestarse bajo esos criterios. Es una nueva «pax hispánica» que debe ser aceptada por todos, con el límite de tiempo necesario para desarrollar un proyecto nacional de convivencia que acuerde los cambios legales pertinentes para acoger de forma democrática disidencias y desacuerdos, sin poner en peligro la paz ciudadana y el normal desenvolvimiento de la vida social, cultural y económica del país.

Alberto Díaz Rueda. Periodista y escritor