Tender la lavadora, planchar, limpiar los baños, barrer la casa y preparar la comida. Recuerdo de mi adolescencia la lista en la nevera con las tareas para los sábados y las mañanas de los meses de verano. Me avergüenza reconocer que me enfadaba realizar todas y cada una de ellas y que desde que me independicé sacó la plancha con cuentagotas. Recuerdo que lo que más me fastidiaba era planchar las camisetas de mi hermano, aunque él ni mucho menos estaba en la cama, se había levantado a las seis de la mañana para ir al campo.

«¿Por qué María no va al campo?», oía que les preguntaba enfadado a mis padres. «Ella hace las cosas de casa», le contestaban. ¿Quién inventó ese guión hogareño y repartió los roles que íbamos a interpretar cada uno? No fui yo, ni mi hermano, aunque tampoco hubo ni un atisbo de maldad en mis padres. Me enorgullece decir que fue en aquellos tiempos cuando descubrí la palabra ‘feminismo’ porque pude entenderla en todo su esplendor y nada me fastidiaría más a día de hoy que perder el tiempo en ridículos debates lingüísticos que afirman que el feminismo es antónimo del machismo. Más útil sería si entre todas y todos detectásemos y acabásemos con esos micromachismos instaurados en nuestra cotidianidad.

María Celiméndiz