Hasta casi los sesenta años fui una persona de esas que se describen como sedentaria: trabajo sentado, desplazamientos en coche o moto, ocio de butaca… hasta que, con el contador a cero, una tarde de verano, en la ribera del Matarraña, me dije. ¿por qué no correr?; y empecé, con bañador y chanclas, a dar 25 pasos andando y 25 corriendo, que era el límite en que empezaba a jadear.

Poco a poco fui aumentando los pasos corriendo, lo que me permitió cada vez llegar más lejos, ver más cosas, hasta que empecé a correr sin parar, (bueno, todo lo que me permitía la edad), haciendo recorridos de hasta veinte quilómetros, diez de ida y diez de vuelta: no es verdad que todos los caminos conduzcan a Roma, pero sí es cierto que, cuando es lo que queremos, todos nos devuelven a casa.

Pronto los recorridos se me hicieron cortos y repetitivos, pero no tenía tiempo para más: con los años vamos acumulando un montón de tareas que nos educaron para considerarlas obligatorias, aunque realmente suelen ser inútiles.

Aprovechando una lesión (este dolor de espalda que se he hecho mi más fiel compañero), probé una bicicleta prestada que me abrió un mundo de posibilidades para explorar con curiosidad infantil.
Llegó mi primera bicicleta, que llamé Luisa, por mi madre, ya que ella me compró la de cuadro rojo y piñón fijo con que di las primeras pedaladas. Con Luisa empecé a descubrir este territorio bajoaragonés que es un paraíso de lugares variados y parajes maravillosos para disfrutar: la Estanca, la Vía Verde, el Embalse de Civán.

No soy de deportes de equipo, ni de esos en que uno compite contra otro, lo que busco es aguantar más y aumentar la distancia que recorro, lo que me ha llevado a conocer los toboganes del Desierto de Calanda, las rampas de la Peña Soliguer y de la Molinera, la vuelta al Pantano de Pena, el camino natural del Ebro, que llega hasta la misma plaza del Pilar… y más allá.

En la soledad de los caminos, es raro encontrarme a nadie, la bicicleta es el medio de transporte ideal para integrar mis propios pensamientos con el medio que me rodea: avanzo en silencio y la velocidad es perfecta para sorprender a la fauna antes que salga huyendo.

No son pensamientos profundos, más bien superficiales: miro, veo, siento… y pienso: un pino viejo y retorcido que resiste al viento en la soledad de una cumbre, una balsa tradicional de piedra que es un ecosistema único, el muro de un bancal abierto para hacer un camino sin respetar el trabajo manual de quien lo levantó… y también veo como se llevan nuestros recursos naturales, sin apenas dejar valor añadido en el territorio: las arcillas que van a Castellón, el sol y el viento encapsulado en cables infinitos… mientras los barrancos se quedan desiertos, las escuelas vacías, los escaparates cubiertos con papel de embalar y los pueblos cada vez más envejecidos.

Entonces, cuando un nudo en la garganta me priva del oxígeno necesario para seguir avanzando, es el momento de darme cuenta que montar en bicicleta es no desfallecer, recuperarse una y otra vez, dar una pedalada detrás de otra con la obstinada fijación en que lo realmente importante no son las victorias o las derrotas, sino simplemente llegar.

José Luis del Valle. Abogado