Los adultos cometen a menudo el error de no pararse a charlar con los niños, de no preguntarles. Quizá por miedo a las réplicas, a no saber contestar o a un silencio con el que ellos no se sienten cómodos. Muchas veces tampoco se les escucha, presuponiendo de manera errónea que no tienen mucho que decir. Afortunadamente creo que no fue mi caso. A mí siempre me han contado historias, anécdotas y curiosidades que me hacían imaginar muchas otras historias, anécdotas y curiosidades. Yo también he tratado de hacerlo con mis primos, siendo transmisora del complejo y precioso legado. Lo heredo en buena parte de mi abuelo, que siempre nos ha contado muchas cosas. Pero fíjate que a esta nieta siempre le brilla la historia de los guardalibros cuando revisa los recuerdos. Íbamos de paseo con mi abuela y mi hermana una de las muchas tardes de sol. Me llamó para que me asomara a una acequia próxima a la carreta. Y ahí estaban, aferrados a la pared. Nada me pareció más fascinante que esa planta plana, verde, moteada en el envés y de tallo duro, fino y negro. Mi abuelo le contó a esa niña de apenas seis años que como abultaban tan poco podían usarse como punto de lectura. Sin esa conversación jamás habría escrito esta columna. Viviría ignorando la existencia de los guardalibros. Y el mundo -creo- sería un lugar un poco menos bonito.

Alicia Martín. A quien quiera leer