Siempre me encantaron las tardes lluviosas de verano. Me recuerdan a cuando era pequeña. Tenía la costumbre de aprovecharlas al máximo y sentarme en el marco de la puerta principal de mi casa a leer. Estaba unos pocos centímetros por encima de la altura de la calle, por eso de evitar las inundaciones. Aquella puerta, muy gruesa y de madera, hacía un ruido estrepitoso cuando se cerraba, aunque lo hicieras con cuidado. Era azul, antes oscura, y después más clara por el paso de los años y la luz solar. En su superficie había distintas formas rectangulares en relieve que le daban un aspecto formal. En la parte superior, a la altura de los ojos, había una placa medio oxidada con los apellidos de la familia. Su cerradura, enorme y de un color gris metal, daba la bienvenida a la enorme llave que usábamos en ese entonces, pesada y también metálica, que se utilizaba según en qué situación como arma arrojadiza. Era una de esas típicas puertas antiguas que, por desgracia, ya no se encuentran fácilmente.

Cuando la abrías, encontrabas un amplio peldaño para acceder a la casa. Ese escalón siempre me pareció el sitio perfecto para sentarme a leer y ver a la gente pasar o, en ese caso, ver cómo las gotas de lluvia mojaban poco a poco el asfalto y cómo el agua bajaba calle abajo con un sonido limpio y relajante. Se convirtió en una especie de tradición, como un rito que practicaba en soledad. Cuando comenzaba la tormenta, elegía rápidamente un libro, cogía un cojín del sofá, y si hacía frío una manta, y me sentaba en aquel peldaño, con la puerta totalmente abierta.

Llegó un momento en el que la puerta ya no cumplía su función: se hinchaba con el calor o con el frío y prácticamente era una «odisea» abrirla. Algo parecido pasó con aquella casa. Dejó de tener utilidad y pasó a ser algo que se quedó en el recuerdo. Pusimos el cartel de «Se vende». Hoy viven allí otras personas, con una puerta diferente. La echaron abajo en cuanto se instalaron. Lo único que nos queda de ella es aquella placa con los apellidos familiaresque pudimos salvar, y ese recuerdo imborrable de cuando era mucho más jóven. Esos pequeños momentos, puede que insignificantes para los demás, nos definen y nos forman a lo largo de la vida. Creo que desprenderse de ellos totalmente es un error. Hay que conservarlos de alguna manera, como nosotros hicimos con aquella placa que ahora decora nuestro salón.

Laura Quílez